La memoria infinita de José Carlos Llop
El escritor mallorquín reúne en un volumen cuatro novelas excepcionales habitadas por el tiempo, la infancia y los ritos del silencio

José Carlos Llop / Pablo García
José Carlos Llop se describe como "un escritor erizo". Aclaremos: un escritor que se sirve de los materiales que tiene alrededor de la madriguera. Por ejemplo: "El verano de 1993, mientras me estaba bañando en el mar de un pequeño puerto de pescadores del norte de Mallorca, me vino a la mente esta frase: ‘Guillermo Stein llegó al colegio a mitad de curso y lo hizo en bicicleta’". Y así se encendió "El informe Stein", la excepcional novela de este "Cuaderno de la memoria" (Alfaguara) que forma con "La cámara de ámbar", "Háblame del tercer hombre" y "El mensajero de Argel" un cuarteto literario de muchísimos quilates, un viaje apasionante a la frontera entre lo vivido y lo imaginario. Los franceses están embelesados con estas obras maestras de Llop (Palma, 1956) y no es para menos.
Veamos la brújula. "La memoria no es un regreso: es una forma de habitar el tiempo". En su Palma de luces y sombras germina un jardín literario recorrido por el brillo impetuoso del Mediterráneo y –al acecho– las oscuridades que albergan añoranzas y esperanza. Llop despliega con un rigor transparente y una osadía narrativa sin fisuras su capacidad inagotable para evocar situaciones y convocar fantasmas dentro de un pentagrama de complejísima sencillez, pura música de palabras sin estridencias ni aspavientos, casi como si estuviera relatando a media voz sus historias para extraer de ellas una pócima milagrosa de emociones y sensibilidades a flor de piel. A flor de hiel, también.
Este "Cuarteto de la memoria" dibuja con precisión un mapa íntimo con la posguerra española al fondo sin recurrir a la épica ni al alboroto. Hay, eso es indiscutible, una galería de personajes que se comunican con la voz, pero que a menudo son más elocuentes a partir de sus miradas. Y de sus silencios: al lector le corresponde la misión (gozosa) de infiltrarse entre líneas para completar lo que el autor quiere contar, y no es caprichosa la elección porque en Llop lo que se pierde es casi siempre más importante que lo que se posee. De ahí la melancolía palpitante de sus páginas.
"Guillermo Stein llegó al colegio...". Empiezas a leer y no puedes dejarlo. Tirando de ese hilo llegamos al corazón de un relato que respira y respira y respira autenticidad y belleza. Del recuerdo del ayer a la pugna para resistirse al olvido. Las ruinas que se niegan a aceptar su destino, la reconstrucción del pasado como vía de (re)conocimiento.
Dejemos las cosas claras: "Toda infancia es una isla. Y desde ella uno mira el mundo por primera vez, con la luz equivocada y la verdad intacta". Así que Llop se esfuerza por hacer del calendario, por lejano que parezca, una carta de navegación que entrega respuestas a quienes aceptan las reglas del juego literario. Sin prisas, por supuesto. Cuando la isla queda atrás se despereza en el horizonte la necesidad de un viaje iniciático que abre las puertas a lugares donde el sueño y la vigilia se unen para aproximarse lo más posible a una cartografía que exige miradas sagaces: "En la ciudad los días se parecían unos a otros, pero el corazón distinguía los matices". Claro, no puede ser de otra manera.
"Nada permanece, salvo la necesidad de recordar". Alejarse es una vía de proximidad en las narraciones de Llop, ni siquiera corren el riesgo de convertirse en condena. Y no lo es porque podría barruntarse que el ser humano ha nacido para desarrollarse en espacios que no pertenecen a su origen y donde participa de una comunión con la extrañeza y la incertidumbre. La novela, entonces, se convierte en una muñeca rusa que esconde en la última capa un intento de forjar una identidad digna de tal nombre, sin más apellidos que los recuerdos y las tribulaciones más íntimas.
"El silencio no era ausencia, era una manera distinta de decirlo todo". Una buena manera de certificar el talento de Llop para escuchar. Descifrar. Reconstruir. Su prosa nunca se va por las ramas. Nunca permite que haya subidas de tono: la emoción nunca grita, no ensordece. El ruido emborrona, la literatura aclara. Guía y protege.
"A veces pienso que escribo para no desaparecer del todo". Bien. Las palabras como tablas de supervivencia. Retablos vitales construidos con la precisión de un orfebre y decorados con colores limpios y evocadores. La pureza frente a la pereza a la hora de describir. Y revelar. Los seguidores de Llop encuentran en este cuarteto de la memoria una excusa perfecta para reencontrarse con un creador que huye de las prisas y se toma las pausas necesarias para que no peligre su coherencia –engarzada a una ética sin tropiezos– y no haya disfraces (o máscaras) que estropeen la unidad de su propuesta: no admite comparaciones ni imitaciones. En estos tiempos literarios que a menudo se vuelven tontos y alocados, la voz de Llop se hace más necesaria que nunca. Va a su y ritmo e impone su ley con la convicción de quien sabe que "el pasado no se borra, se transforma en rumor, como el mar al otro lado de la ventana".
Hay en este tratado de paz una apuesta por los reflejos que no desaparecen aunque ya no exista lo que una vez parecía eterno. "Uno no regresa a los lugares donde fue feliz: regresa al eco que dejaron en su vida". La memoria como espejo donde explorar nuestra propia existencia en busca y captura de los silencios que más nos definieron, de los pliegues que se forman bajo el sueño de los amores y sus circunstancias. "El amor y la memoria son la misma sustancia: se desvanecen si se pronuncian demasiado alto". Por eso Llop merodea de puntillas alrededor de lo que otros autores menos elegantes y sutiles convertirían en apologías del derroche. Los sentidos son, en el paisaje de Llop, un cita con la sensibilidad más bella, rotunda e inolvidable. Única.

Cuarteto de la memoria
José Carlos Llop
Alfaguara, 552 páginas 24,90 euros
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