El Sporting estuvo ayer por fin en El Molinón a la altura de las exigencias. Y lo hizo cuando más lo necesitaba, en ese sprint final de la Liga en el que los desfallecimientos son irreparables. La actitud ganadora, una capacidad inhabitual para sobreponerse a las adversidades y la presencia de un determinante Kike Mateo fundamentaron su victoria. Pero en que ésta fuera excepcionalmente desahogada colaboró también el hundimiento del rival.

Ya se sabe que los filiales son capaces de lo mejor y de lo peor. Son peligrosos sólo cuando disfrutan, porque para sus jugadores suelen ser plataformas de promoción y no escuelas de sufrimiento. El Sevilla Atlético, que ya ha cubierto sus objetivos en la Liga, no está a estas alturas motivado para sufrir. Ayer fue frágil ante la adversidad, aunque hay que reconocer que la desgracia lo golpeó de una forma brutal, con la tremenda lesión de Redondo, que llegó, además, en la jugada en la que el Sporting marcaba distancias al poner el 3-1 en el marcador, y una lesión de esas características mina la moral de cualquier equipo y más si se trata de un grupo de jugadores jóvenes.

El mayor mérito del Sporting a partir de entonces fue gustarse, algo a lo que no están acostumbrados ni los jugadores rojiblancos ni sus seguidores. El Molinón, otra vez con unas gradas casi colmadas, no se lo creía.

Y eso que el primer tiempo había terminado de forma inquietante, tras la rigurosa decisión del árbitro de conceder penalti en una entrada un poco a destiempo de Sastre a Perotti. Una vez más el Sporting veía descarrilar lo que parecía encarrilado. Incluso, el disgusto había podido llegar antes, en el minuto 27, tras un despiste clamoroso en un saque de córner del Sevilla Atlético que había permitido a Alfaro cabecear a placer, aunque, por fortuna para el Sporting, desviado.

El empate no era lógico, pero estaba ahí. El Sporting había jugado mejor, sin llegar a la excelencia. La defensa, con un Iván Hernández muy tranquilo que complementaba la fuerza y el coraje de Jorge y con los laterales bien ajustados en el marcaje, ofrecía seguridad. El medio campo tardaba en aparecer, como siempre. Pero esta vez tiraba del equipo un Pedro explosivo, que se comía el campo intentándolo. Y le salía. Incluso, si Bilic hubiera acertado a rematar mejor una gran jugada suya en el minuto 43, el Sporting se hubiera ido con ventaja al descanso.

Pero regresó al campo con la convicción de que el partido que había llegado a tener tan claro no había dado, como otras veces, la vuelta. Tuvo la suerte de verse correspondido de inmediato, en la segunda jugada tras el saque de un córner contra el Sevilla Atlético. Ayer los saques de esquina le fueron propicios; en uno había llegado el primer gol. Contaron entonces los méritos propios -lo bien que entra siempre Jorge a cabecear- y un error ajeno, el de Gallardo, que se quedó pegado al palo y evitó que tres sportinguistas, entre ellos el que cabeceó, se quedaran en fuera de juego. Cinco minutos después llegaban a la vez el 3-1 y la lesión de Redondo, que se percibió de inmediato como muy grave. Y el partido se decantó definitivamente para el Sporting, que lo remató con un gol excelente de Bilic y lo adornó con un juego de toque, pero también de buenos movimientos y apoyos que no había exhibido hasta ahora. E, incluso, pudo rematarlo con un quinto gol si un Diego Castro brillante y generoso no hubiera querido hacerle un regalo de bienvenida al regresado Barral.

El partido se había abierto con un efecto especial maravilloso. Segundos antes de que los jugadores aparecieran en el campo la luz natural cambió y arrancó de la alfombra verde de El Molinón un prodigioso fulgor verde, que duró apenas unos instantes. No fue un espejismo. Al Sporting le toca ahora demostrar; tampoco lo fue su fulgurante triunfo de ayer.