Me comentaba un brillante futbolista de los noventa su sorpresa por la frialdad -incluso con algo de crispación- de cómo le habían recibido en un campo donde él había jugado varias temporadas como local. Hace dos jornadas, el Zaragoza en su visita a Mestalla, donde ambos equipos se jugaban el ser o no ser en Primera, pudo comprobar cómo silbaban al argentino Ayala, que había defendido la camiseta valencianista con éxito durante siete temporadas. La explicación era sencilla y no tenía nada que ver con los afectos anteriores: vestía la camiseta de un «enemigo» que podía «meter» al Valencia en Segunda División. El público increpó a Ayala cada vez que tocaba el balón o cada vez que se incorporaba al ataque, conscientes de su poderío aéreo, el mismo que antes, con la otra camiseta, jaleaban cada vez que acudía al área contraria. Y es que la camiseta con ese escudo pegado al corazón es el activo más importante de los clubes. Y cuando uno de los suyos decide, por diversos motivos, cambiarla por otra puede seguir el respeto, el cariño y el buen recuerdo, pero la actualidad le hace pasar a un segundo término, ya que, como mínimo, en un momento puntual le puede arañar parte de su orgullo. Esa alma es el que hace que el fútbol siempre este fresco y atraviese el tiempo con arrugas de Nivea o Aloe Vera. Di Stéfano, Pelé o Maradona fueron grandes por sus conocimientos y una camiseta que los identificaba con la historia.