Durante catorce vueltas, Alonso regaló una carrera antológica. Recordó al de los mejores tiempos, al piloto que se crece ante la adversidad, capaz de hacer diabluras contra cualquier inconveniente. El primer y no deseado paso por garaje no le penalizó demasiado. Con las ruedas extremas era muy rápido en la zona media y decidió iniciar un imposible. El acoso a Webber sólo podía terminar en derribo. El asturiano estaba crecido e iba a adelantar aunque todas las normas no escritas del automovilismo digan que en las calles de Mónaco es imposible. Y lo hizo. Lección de pilotaje en Mirabeau, alta escuela al volante, nervios de acero y manos de terciopelo. No tardó ni dos vueltas en subirse a la chepa de Heidfeld. Iba a por la quinta posición del alemán.

Se lanzó sobre la presa y lo intentó un par de veces sin éxito. El de BMW tapaba bien los huecos, pero sufría en las curvas lentas con sus neumáticos intermedios. Por eso Alonso decidió intentar su apuesta más arriesgada, una que sólo podía ganar si el rival se amedrentaba. Ciego, con sed de rival y hambre de podio, buscó un imposible. Metió el morro en Loews, la horquilla que se pasa en primera a cincuenta por hora, el giro más lento del Mundial. Pisó el piano más conocido del Campeonato e impactó con el coche de Heidfeld. Error de apreciación y carrera arruinada. Algo impensable para un piloto de las prestaciones de Alonso, con fama de frío y cerebral, pero que ayer había decidido jugársela a una carta. Apuesta perdida.

El resto de carrera fue un infierno para el asturiano porque aún le quedaba un órdago por perder. Entró a repostar en la vuelta quince, cargó el depósito hasta los topes e insistió con el juego de neumáticos de agua extrema, porque la predicción del equipo le decía que todavía estaba por llover. No cayó ni una gota más y tuvo que resignarse a una tercera entrada en boxes para cambiar a seco que echó por tierra cualquier ilusión.

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