Es curioso pero los únicos que parecen ajenos a esa locura general de electricidad y adrenalina que inunda un estadio cuando se llega a los lanzamientos de los penaltis son dos de los actores mas importantes: los porteros. Todos, incluso los que están ante la tele, sienten el abrazo de los nervios y la responsabilidad de esos momentos. Cesh y Van der Sar parecían seguros, pasase lo que pasase, de su inocencia, conscientes de que el error estaba al otro lado de los once metros. Sin embargo en el resto de compañeros el subconsciente les proponía una mala noche entre el éxito y la villanía. Antes, la prórroga destapaba las excelencias del fútbol inglés -con pocos ingleses- en toda su dimensión: treinta minutos de tensión, ritmo, calambres, llegadas con fe, ganas y tangana absurda saldada con roja directa a Drogba por acariciar de malos modos a Carrick. Abramovic lo había preparado casi todo: una inversión de 800 millones y un escenario propicio e incluso había fichado, para su equipo cultural, por otros 120 millones a Lucian Freud y a Francis Bacon. Pero se le olvidó cómo manejar la mente de las estrellas cuando se dilucida desde una distancia razonable y el portero espera la decisión del lanzador. Ronaldo se paró y Cesh espero su segunda y previsible opción. Pero luego, una parte del milagro del israelí Avram, Terry, se llevó parte de la cal en su resbalón en el renovado césped ruso mientras Van der Sar le esperaba en el lado contrario. Y a continuación revivía Cristiano el fracaso de un Anelka cómodo. Y el fútbol estalló.