El Molinón discierne de nuevo. A la vera del Piles afloran tímidos brotes de contestación social en los graderíos, como esos gritos nerviosos del segundo tiempo ante el Deportivo, cuando algunos parroquianos coincidían en apremiar al banquillo casero en demanda de soluciones.

Supongo que era Carmelo la fuente más caudalosa del descontento. La carrera de la Liga entrará pronto en la recta de meta y el canario -que tan alto se dejó a sí mismo el listón el pasado año- sigue sin estar, aunque se le espera. Claro que la verdadera causa del desasosiego popular, la otra noche, no era Carmelo en particular, sino esa tendencia general del equipo de Preciado a olvidarse de pronto el programa de mano cuando tiene en el atril el encargo de gobernar los partidos.

Más allá de incomprensiones y de tendencias olvidadizas, los brotes disidentes son bienvenidos, en la medida en que reflejan el regreso a la normalidad. Hace algún tiempo, cuando un servicio externalizado de fontaneros achicaba agua en la sentina de Mareo, y había allí sesiones de entrenamiento de marcado ambiente asambleario, el sportinguismo militante creyó llegado el momento de despojarse del espíritu crítico, para emplearse a fondo en la tarea de remar hacia la orilla, todos a ser posible en la misma dirección.

Aquel antiguo halo de exigencia tan genuinamente sportinguista, que acabó de perfilarse con tanto flirteo con la UEFA, terminó de pronto encerrado en un fondo de armario, perfumado de alcanfor. Debe de hacer tres años que caí en la cuenta del cambio de tendencia: aquel domingo de derrota y sombras de Segunda B que acabó con Edwin Congo expulsado por embestir al portero del Castilla como si fuera un «pablorromero» saliendo a los medios. Acababa de dejar al equipo con diez y se borraba para la semana siguiente, aunque salió el colombiano entre aclamaciones. Recuerdo bien la foto de la Tribunona, otras tardes tan fría y comedida, entregada a despedir a Congo entre vítores, en su desfile anticipado hacia el vestuario, con las palmas aún más humeantes que las bocanadas de un Farias.

El espíritu crítico remontó aquella tarde las cubiertas del estadio y salió volando con el Nordeste, mientras El Molinón terminaba de conjurarse como sede permanente de una congregación positivista. Parecíamos japoneses en Las Ventas y lo aplaudíamos todo, incluso cuando la realidad te situaba ante el duro trance de tener que salir del Bernabeu, Castellana abajo, cantando unos «lolailos» de puro gozo, con siete cornadas en el cuerpo.

Esta que avanza hacia la recta de tribunas debe de ser la Liga de la normalización; el regreso a los viejos tiempos. Vuelve el espíritu crítico, el de los inconformistas, a formar parte del entrañable paisaje sportinguista, junto a las emociones en cascada y los penaltis en el descuento, los añorados expolios en el Bernabeu o alicientes de nuevo cuño, incluido el prodigioso espectáculo de ver a Lotina enfilando el túnel de vestuarios como recién salido de una operación de hemorroides.