Juan Antonio Samaranch Torelló practicó el boxeo en sus años juveniles en los gimnasios barceloneses. A ellos acudían muchachos de la buena sociedad porque estaba de moda. Durante toda su vida se ejercitó gimnásticamente. Incluso, en los viajes en que debía permanecer varios días fuera de casa o cuando residía en Lausana, tenía a mano las barras que montaba para no dejar de ejercitarse. Tomaba una aspirina diaria por prescripción facultativa y procuraba acabar todos los actos, por muy oficiales que fueran, a las nueve de la noche.

Ha fallecido y hasta el último momento ha mantenido su ligazón con el deporte. No se perdió, incluso ya retirado, Juegos Olímpicos de verano o invierno, Mediterráneos o Asiáticos, y ha estado presente en todos los acontecimientos en que han participado deportistas españoles.

Comenzó a vivir el deporte intensamente al poco de acabar la Guerra Civil. Lo hizo como periodista en «La Prensa», diario vespertino barcelonés de la Prensa del Movimiento. Allí escribió la crónica del Madrid-Barcelona que acabó 11-1 y que empezó con la visita a los vestuarios de un alto dirigente de la Dirección General de Seguridad, quien recordó a algunos futbolistas azulgranas, regresados del exilio, que jugaban gracias a la generosidad del régimen. El partido fue escándalo permanente desde las gradas contra los barcelonistas. Samaranch insinuó parte de lo sucedido y se quejó del comportamiento del público. Fue el único que en Barcelona se atrevió a ello. Inmediatamente fue sancionado y se le retiró la credencial de prensa de la época. Cuando le comenté el hecho se limitó a constar: «Yo no me jugaba el cocido como mis compañeros».

En los años cincuenta, como seleccionador de hockey sobre patines, con Tito Mas como gran figura, ganó el campeonato mundial. A partir de entonces fue escalando peldaños en el deporte nacional. En 1965, cuando España jugó su primera final de Copa Davis en Australia, presidió la delegación. Posteriormente, fue delegado nacional de Deportes. Gozó de la confianza de José Solís. No ocurrió la mismo con Torcuato Fernández-Miranda, quien lo relevó.

Al mando del deporte nacional hizo notables campañas publicitarias con eslóganes como el «Contamos contigo» para concienciar a los españoles de la bondad del deporte. Fue el catalán que mejores relaciones mantuvo con el Real Madrid, que entonces era llamado, con razón, el «equipo del régimen». Juan Antonio supo ser un gran pactista. En Barcelona, españolista toda su vida, también fue socio del Barça.

Su capacidad para las relaciones públicas le permitió abrirse camino y su llegada al Comité Olímpico Internacional fue su primer gran éxito. Para su entrada en su «sancta sanctorum» contó con el patrocinio de Avery Brundage. Posteriormente, su permanente presencia en todos los grandes acontecimientos mundiales le permitió granjearse el apoyo de miembros del COI para ser parte de su comisión ejecutiva y dirigir el departamento de Prensa y Relaciones Públicas en 1972, en Múnich.

En 1980, durante los Juegos de Moscú, fue elegido presidente del COI. Sucedió a Lord Killanin. La votación se celebró en la Sala de las Columnas del edificio de los sindicatos soviéticos, lugar en el que habían sido velados los cadáveres de los jerarcas del régimen desde Lenin. Lo entrevisté minutos después y contuvo su satisfacción. Tal vez porque lo esperaba. En la víspera, a las puertas del Teatro Bolshoi, Addi Dassler, presidente de Adidas, me anunció que no habría problemas para su elección. Dassler era hombre de gran influencia en todo el mundo. A su entierro únicamente acudieron la familia, Samaranch y Havelange.

Juan Antonio fue concejal de Barcelona, puesto desde el cual organizó los Juegos Mediterráneos, que fueron el primer trampolín del deporte español. Fue presidente de la Diputación de Barcelona, y, después de ser delegado nacional de Deportes, lo nombraron embajador en Moscú. Allí mantuvo buenas relaciones con los exiliados españoles y desde su despacho dirigió la campaña de captación de votos. Las embajadas le prestaron su ayuda, pero fue su habilidad la que le permitió llegar a la votación con todo el apoyo de los países del ámbito soviético, de todos los hispanoamericanos, bien conducidos por João Havelange, presidente de la FIFA, y de la mayoría de los representantes africanos, con quienes había mantenido buenas relaciones desde Múnich, cuando plantearon su boicoteo por la participación de países que habían competido con equipos sudafricanos. Este país estaba al margen del COI a causa del apartheid.

En Moscú hubo boicoteo por la invasión soviética de Afganistán y se dio el caso de que el miembro tunecino y ministro de Asuntos Exteriores, Mohamed Mzali, a pesar de que su país no había acudido, se presentó para votar a su amigo Samaranch. Regresó inmediatamente a su país. En agradecimiento, Samaranch lo mantuvo como miembro del COI cuando, posteriormente, como exiliado debía haber perdido la representación. Sí la perdió, en cambio, el rey Constantino de Grecia.

Pero el caso de Mzali no fue el único en el que modificó artículos de la Carta Olímpica. Para él mismo incluyó un artículo por el que podía prolongar la presidencia. Para el bien general del deporte acabó con el amateurismo marrón al admitir a los profesionales. Además, incluyó en el programa olímpico deportes que habían desaparecido como el tenis e incluyó los nuevos como el triatlón.

Samaranch siempre fue hombre de Estado. De tal manera que se aprovecharon sus buenas relaciones y dotes diplomáticas para gestiones delicadas. En los Juegos Mediterráneos de Argel gestionó la liberación de unos pescadores canarios apresados por el Frente Polisario. En Teherán intervino para la liberación de un español capitán de barco petrolero.

Mantuvo excelentes relaciones con la Casa Blanca, especialmente con motivo del boicoteo de algunos países a los Juegos de Los Ángeles, situación que logró aminorar. Con Boris Yeltsin mantuvo en el Kremlin una entrevista, a la que asistí, en la que consiguió que la disgregación de las repúblicas soviéticas no causara grave perjuicio a los Juegos de Barcelona. Los soviéticos participaron juntos por última vez con las siglas CEI.

En Ciudad del Cabo, con el presidente De Clerk, acto en el que también estuve presente, firmó la vuelta al olimpismo de la República Sudafricana una vez que había terminado el apartheid, contra el que había luchado tanto como contra el dopaje.

Samaranch se mantuvo en el cargo más que ninguno de sus predecesores a pesar de la enemistad de algunos miembros del grupo anglosajón, quienes trataron de desbancarlo sin éxito. Llegaron a promover la candidatura de la princesa Ana de Inglaterra, presidenta de la Federación Hípica Internacional. La princesa hizo cuantos feos pudo en Barcelona-92. El Rey don Juan Carlos se pasó parte de la ceremonia inaugural volviéndose hacia el asiento en el que debía estar ella. No acudió. La respuesta final, la despedida de Samaranch fue promover la candidatura ganadora de Jacques Rogge.

En vísperas de Barcelona-92 se planteó la posibilidad de que a Gibraltar le fuera reconocido un Comité Olímpico nacional. Le bastaba el aval de cinco federaciones internacionales, ya estaba en ello con el apoyo de Atletismo y Baloncesto, entre otras. Además, la campaña a favor del Comité Catalán, que desarrolló Ángel Colom en todas las reuniones olímpicas por diversos países, con conferencias de prensa, había tenido acogida en medios ingleses y franceses. En Acapulco, durante las sesiones de la comisión ejecutiva, se tomó el acuerdo de que a partir de entonces únicamente serían admitidos los comités nacionales de países reconocidos por la ONU. Naturalmente, en Barcelona hubo carteles llamándolo traidor.

La muerte de Samaranch, el mejor presidente del COI, el hombre que le dio a la organización sustento económico con los contratos de patrocinio en todo el mundo y dejó como gran herencia el Museo Olímpico de Lausana, será duelo mundial.