A diferencia del 99 por ciento de los aficionados, sólo sé que de fútbol no sé nada pero en cromos fui un experto. Y uno de los que conservo en el álbum de la memoria es una rareza: un jugador escueto y de pose levemente arrogante con camiseta rojiblanca y rubiales a rabiar, como Alan Ladd, otro pequeñito que era el héroe lacónico en las sesiones de tarde como jinete pálido de Raíces profundas, Shane, que se resistía a usar la violencia hasta que, por fin, le tocaba tanto el flequillo que bang, bang, abatía al siniestro Jack Palance en el barro antes de irse malherido mientras el niñín lo llamaba a gritos. ¡Shane! ¡Shane!

Clemente, se llamaba. Su paso por los campos fue fugaz por una lesión a quemarropa, se fue de los cromos pero no me olvidé de él, y de paso hice del Athletic mi segundo equipo. Luego triunfó como entrenador cuando la Liga era algo serio y no la pachanga de ahora entre gigantes y pigmeos, y cometió la osadía de meterse en el avispero mediático de Madrid sin rendir pleitesías a las vacas consagradas ni dejarse marcar por los capataces del zafarrancho. Cometió excesos verbales evidentes que lo hicieron presa fácil de los guiñoles, y supongo que tuvo errores como seleccionador, pero como de fútbol sólo sé que no sé nada, ese balance lo dejo para los sabios de la alcachofa. Convertido en bombero torero de equipos en apuros humeantes, Clemente apagó incendios unas veces y otras salió quemado. Siempre dando espectáculo en las ruedas de prensa, porque le encanta desenfundar la lengua y disparar a diestros y siniestros (la rueda de ayer en Mareo fue memorable), chapotear en charcos con cara de niño tocaeggs y ver coyotes donde sólo hay cactus. Perfecto para distraer la atención y que los jugadores no vean tan cerca el árbol del ahorcado. Siempre tuve el pálpito de que Clemente sería un entrenador ideal para el Sporting, pero han pasado muchas ligas, forastero, y desconozco cómo anda de puntería y si le temblará el pulso para poner las cosas en su sitio. Le espera un poblado peligroso instalado en el sainete y un enemigo temible enfrente: la moral de un equipo al que, como se sufrió en Mestalla, le huele la cabeza a fallas. Y sólo sé que no es hora de linchamientos ni estampidas, sino de recomponer los maltrechos colores rojiblancos, aplazar los ajustes de cuentas y arropar al único entrenador con mano de shock que puede regalarnos un final feliz: necesitamos a Shane.