José María Díaz Bardales, otro cura bueno que nos deja, se alejó del fútbol en una tarde infeliz cuando acudió a una junta de accionistas del Sporting y contempló a un dirigente rojiblanco dándose golpes en un bolso del pantalón para anunciar que allí estaban los dineros que hacían falta para no se sabía qué. Bardales contaba que la escena fue tan deplorable que le obligó a romper con el fútbol profesional. Continuó siguiendo al Sporting, pero de lejos, imposibilitado de estar al lado de una sociedad que había perdido el estilo que él apreciaba. Bardales fue uno de tantos viejos aficionados a los que se les quitó el sano vicio sportinguista por zafiedades como la que él contaba.

Pero fue más allá de un aficionado al fútbol, un amante del buen deporte. Por ejemplo, del piragüismo, tan arraigado en su Ribadesella natal, que él contaba haber practicado en su primera juventud. Porque luego no debió de tener mucho tiempo para el deporte. Ordenado sacerdote con dispensa de Roma por su juventud, Bardales debió de ser aquel cura joven con jersey de cuello alto que abrió la puerta de la rectoral de Mieres a un sorprendido reportero de un periódico de Madrid ya desaparecido cuando las parroquias de Mieres, lideradas por el párroco de San Juan, Nicanor López Brugos, se negaron a oficiar las misas dominicales en una huelga minera de los primeros sesenta del pasado siglo. Entonces Bardales ya estaba en la primera línea del sacerdocio combativo y enraizado en la sociedad, cercano siempre a los oprimidos y necesitados. Aquellos curas de Mieres fueron incomprendidos por un sector ciudadano y repudiados por la política oficial, pero pasados los años quedó claro que habían sido los precursores del catolicismo del Concilio Vaticano II. El joven coadjutor de San Juan de Mieres adquirió nuevas responsabilidades eclesiales, casi siempre en su amado Gijón, pero el paso de los años no atemperó su entusiasmo y entrega al sacerdocio. «Es admirable la solemnidad litúrgica de José María», sentenciaba Juan Ramón Pérez Las Clotas, desaparecido una semana antes que este cura que siempre presumió de haberse dedicado en exclusiva a la pastoral, a la relación con sus semejantes, siempre alejado de cargos curiales o burocráticos.

José Luis Martínez, Juan Ramón Pérez Las Clotas y José María Díaz Bardales, tres personajes del mejor Gijón, se nos han ido en cuestión de meses; cada uno, irrepetible en su papel; cada uno, admirable por tantas cosas. El último, ayer mismo, Bardales, cuya unanimidad en el cariño muestra la estatura de la persona que siempre tenía una frase de ánimo para quien la necesitara y también de crítica para quien no actuaba con rectitud. Porque el sacerdote que se entregaba a los demás era el primero en exigir, sobre todo a los suyos, a los más cercanos, un seguimiento pleno de los postulados evangélicos.

La parroquia de Fátima en La Calzada, al mediodía, y la de Ribadesella, por la tarde, despiden hoy a un sacerdote de una pieza que se enraizó en la sociedad con toda su fuerza, que fue siempre mucha, y que deja un ejemplo envidiable y admirable.