Estaba escrito. El destino tenía reservado el desenlace más cruel para el Barcelona. Fue una reedición, clavada, de la semifinal de hace dos años frente al Inter. Todo encajó. Un partido de ida desgraciado a más no poder y una vuelta disparatada, en la que el Barça hizo todo lo posible para no clasificarse. Lo tuvo hecho, con 2-0 y el Chelsea con diez. Y después de la concesión habitual a la contra de los ingleses, Messi lo pudo arreglar con un penalti. Lo mandó al larguero, como otro remate del argentino en el 82, cuando el Barça ya parecía derrotado, rendido a la fatalidad. El gol de Torres en el descuento, tras trotar 50 metros en solitario, fue el último guiño de una eliminatoria disparatada, de esas que sólo puede perder un equipo como el Barça. Un desastre, aunque es cierto que torres más altas cayeron.

Cuando el árbitro, por el chivatazo de su juez de línea, mostró la tarjeta roja a Terry, el Camp Nou rugió de satisfacción, sin caer en la cuenta que empezaba a escribirse el guion de la recordada eliminatoria frente al Inter. El gol de Iniesta pareció conjurar la maldición, pero no es tan fácil engañar a los duendes del fútbol. El tanto de Ramires, el penalti fallado por Messi, el segundo tiempo convertido en un partido de balonmano, el gol anulado a Alves, los brazos interminables de Cech. Y, como estrambote, el gol de Torres, también para cumplir la tradición de su etapa como atlético.

El descuento del primer tiempo volvió a ser mortal de necesidad para el Barcelona. Cuando el Chelsea se hacía el muerto, como si quisiera salir corriendo hacia el vestuario a llorar sus penas, volvió a surgir de la nada la conexión Lampard-Ramires. La defensa del Barça dio tantas facilidades que esta vez el brasileño ni siquiera necesitó de la colaboración de Drogba. Se plantó ante Valdés como si tal cosa y lo superó con una vaselina perfecta. Guardiola no se lo podía creer. No había servido de nada el análisis concienzudo de los errores encadenados que provocaron el gol de Stamford Bridge. Hasta jugando con diez, el Chelsea tiene asegurado su golito frente al Barça.

La puñalada al corazón del barcelonismo llegó en plena borrachera, después de diez minutos que sólo habían provocado buenas noticias. El gol de Busquets, que rompía la maldición. La autoexpulsión de Terry, pillado por fin en una de sus barrabasadas. Y la puntilla de Iniesta, que coronaba un buen primer tiempo del Barça, con ocasiones de sobra para sentenciar. Guardiola insistió con la defensa de tres, esta vez con Piqué, pero sin Alves. El técnico tuvo que deshacer el cambio a los 25 minutos, cuando el central se convenció de que no podía seguir tras un violento choque con Valdés por el que tuvo que pasar la noche en el hospital.

El Chelsea sólo se salió del guion en el saque inicial, cuando Ramires se plantó en el área de Valdés como si tal cosa. A partir de ahí plegó velas y lo fio todo a la defensa y los balonazos hacia Drogba, magnífico en su espléndida soledad. A Di Matteo le funcionó el plan hasta que, en el minuto 34, Cuenca pudo pisar el área y dar un pase atrás que Busquets, con frialdad, mandó a la red. Antes, Messi había dado pistas sobre su mal momento al fallar los dos primeros mano a mano con Cech.

Desde el 1-0 al final del primer tiempo se precipitaron los acontecimientos. El descanso, que iba camino de ser una fiesta azulgrana, llegó con los peores presagios. Parecieron esfumarse cuando, a los dos minutos de la reanudación, Drogba metió la pata en el área y derribó a Cesc. Tras la expulsión de Terry, Di Matteo reservó para su delantero la misma función que se había inventado Mourinho con Eto'o hace dos años. El costamarfileño cumplió como lateral izquierdo y su único desliz no tuvo consecuencias. Messi cambió su lanzamiento habitual, raso y ajustado a un poste, y se estrelló con el larguero. Quedaba toda la segunda parte para arreglarlo, pero Messi desapareció del mapa, hasta el punto de que sólo le alumbraron los focos por una falta de tarjeta y el remate que frustraron entre Cech y el poste.