Argentina se vengó deportivamente de la derrota que le había infligido cuatro años antes el Reino Unido en la inútil e insensata Guerra de las Malvinas al vencer su selección albiceleste a la de Inglaterra en el Campeonato del Mundo de fútbol de 1986, celebrado en México. Fue el partido donde se consagró definitivamente Diego Armando Maradona, el de la «Mano de Dios» y el gol imposible, aquel eslalon imparable desde campo propio que hizo exclamar al relator Víctor Hugo Morales -que para más inri es uruguayo- aquello de «Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?». Años más tarde otro ciudadano oriundo de la hermana República del Plata, Leonel Andrés Messi, marcó también gracias a la intercesión de la divina extremidad -fue ante el Espanyol, pero a la postre no sirvió para nada; justicia poética- y dejó por los suelos a medio Getafe con otra obra de arte que emulaba al maravilloso sprint del Pelusa.

Messi no es actualmente el mejor jugador del mundo. Messi son los dos mejores jugadores del mundo: el mejor finalizador y también el mejor asistente. Sus números, tanto en los torneos domésticos como en los continentales, así lo avalan. El rosarino es, sencillamente, un abusón. Debería jugar un tiempo con cada equipo para al menos así equilibrar las fuerzas; igual que pretendíamos de guajes cuando uno de nosotros era tan bueno, tan superior al resto, que se salía. Como cuando la Federación Española de Fútbol dictaminó salomónicamente en 1953 que Alfredo Di Stefano -encarnizadamente disputado entre los dos eternos rivales, Real Madrid y Barcelona- actuase dos temporadas en cada club, pero el presidente azulgrana Martí Carreto, en plan Quijote, dijo que valía más honra sin barcos, pasando del tema, y la «Saeta rubia» empezó a apilar los ladrillos de la leyenda merengue mientras en la Ciudad Condal se desataba el llanto y el crujir de dientes.

Hoy aquellos lagrimones y castañeteos han tomado el puente aéreo, o el AVE, y se han empadronado en la Villa y Corte pese a la excelente marcha liguera de los blancos. Messi tiene tan sólo 24 años pero no parece conocer techo ni límites. Si continúa a este ritmo demencial, progresando a cada temporada, puede empequeñecer leyendas y agrandar la suya propia hasta extremos impredecibles. Sin embargo hace ya tiempo que sospecho que no es humano, que hará cosa de dos décadas y media vino del espacio exterior, de una galaxia aún desconocida. Lo trajo una nave, o surgió de una vaina. O tal vez su semilla viajó por el éter durante millones de años luz hasta germinar por fin en un hogar humilde del Cono Sur. Un día lo tirarán al suelo, se le abrirán las carnes accidentalmente y asistiremos al insólito espectáculo de su auténtica composición química: una serie de raros elementos que no son de este mundo y que le han convertido -dentro de un envoltorio corporal normalito, tirando a canijo- en la más letal máquina de jugar al fútbol que jamás se haya visto sobre la Tierra.

Llevo ya cerca de medio siglo presenciando partidos de fútbol. En todo ese tiempo he conocido algunos monstruos que descollaban de largo sobre sus contemporáneos: Pelé, Cruyff, Maradona, Platini, Van Basten, Ronaldo, Zidane, Ronaldinho incluso. Pero todos ellos, sin excepción, sufrían altibajos, mostraban eclipses, no dominaban alguna suerte, flaqueaban en ciertos momentos. Este no. Este, si fuera preciso, remataría de cabeza mejor que Zarra, Kocsis, Santillana y Zamorano juntos, y dispararía con ambas piernas misiles de crucero que dejarían chicos los cañonazos de Puskas, Scotta o Koeman. No puede ser una criatura terrestre. Tiene que haber por fuerza gato encerrado. O es producto de un laboratorio ultrasecreto, un prototipo obtenido tras largas décadas de intensa experimentación, o bien es un regalo de algún anónimo y remoto planeta, un viajero estelar, un profeta, un enviado con la misión de colonizarnos, abduciéndonos a través de nuestro juego más popular. Estamos ante un androide, un replicante, un alien...

Si Romario era un futbolista de dibujos animados, Messi es hoy pura ciencia-ficción, el heraldo de un mundo futuro por el que deambularán mutantes dotados de extraordinarios poderes, que en este caso han trocado las mallas de los superhéroes del cómic por la ya más que centenaria equipación azul y grana. Cuenta la leyenda que su primer compromiso con el Barça se rubricó encima de una miserable servilleta de cafetería. Supongo que ese histórico pedazo de papel ya ocupará un sitial preferente en el Museu blaugrana, protegido por cristales blindados y tamizado por una luz indirecta, como si fuera una de esas reliquias misteriosas y sagradas que se encuentran en el origen de las grandes civilizaciones. Leo es el Mesías de una nueva religión, hecha de quiebros inverosímiles, de goles más rápidos que el viento, y si Kubala -con todo merecimiento- tiene una estatua en los aledaños del Camp Nou, seguro que en BCN ya están pensando en levantar un imponente templo en honor de la Pulga, en consagrarle un gigantesco santuario a donde acudan en peregrinación millones de prosélitos llegados desde todos los rincones del orbe...