La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La buena vida

"¡Hombre!, yo podría entrenarte, mi madre me anima a que te ayude". Era Semana Santa de 2011, en la terraza de La Buena Vida (qué nombre más oportuno), llovía, tomábamos una caña y hablábamos de entrenamientos, atletismo, técnica de salto y demás cosas... Juanjo Azpeitia nos había convocado para que entrenáramos juntos esos días festivos y así poder conectarnos. La verdad que fue dicho y hecho, desde hacía años hablábamos por internet mientras él estaba fuera de Asturias y a partir de ese día conectamos como si lleváramos toda la vida entrenándonos juntos.

Planificamos entrenamientos, me escribía a las dos o tres de la mañana, me decía: "Tengo un ejercicio que te va a venir bien", y, por supuesto, me acompañaba a todas las competiciones. Tengo muchas anécdotas al respecto de esto, y ahora cierro los ojos y me vienen un montón de estos dos o tres años. En esa época yo no andaba muy fino con la técnica y apenas saltaba siete metros, queríamos recuperar la forma y volver a saltar en torno a siete metros y medio, incluso mejorar.

Para él esto no era problema, me acompañaba a Ávila, Palencia, Santander, Pontevedra, incluso se compró un coche con el que viajamos a todos estos sitios, confiaba en mí ciegamente y nunca sintió el más mínimo reparo en viajar por todas estas competiciones donde todos estaban pendientes de nosotros, lógicamente de él, y que quizá fuera a quedar sexto, séptimo... nunca gané ninguna. Jamás un reproche, presión o cualquiera de estas situaciones, siempre el refuerzo como método y siempre la confianza en que en cuanto mi mente se liberara saltaría más: "Te falta confianza, verás que vas a saltar mucho, tío".

Él decía que admiraba mi dureza mental y yo le decía que admiraba de él su capacidad para enseñar, pues parecía que se metía en mí. Lo que me parecía difícil, una simple frase y "joer, pues sí que sale". "No quieras hacer nada, tú déjate llevar, que sale solo, ¡tírate a la piscina!", me decía.

El salto de longitud lo tenía interiorizado, una explicación era una clase magistral, pocas palabras, pero las justas, y una humildad terrible. Altruismo puro y duro, ya que nunca le di un céntimo y jamás aceptó nada en compensación por los viajes y por los cientos de horas en la pista.

Yago, tío, íbamos a quedar estas semanas, empezar a entrenar, me ibas a "fundir" en sentadillas, yo a ti en multisaltos (imposible), hacías arrancada en vaqueros y zapatos y después de años sin tocar una pesa, mejor que yo después de una hora calentando y entrenando a diario, ¡nos reíamos con esto!...

Sólo tenías que dejarte llevar, sólo aprovechar cada momento: ese aire al respirar, esa canción, ese paseo, este momento que ahora está pasando... ¡Sólo esto! Ya sé, tan fácil de decir...

Me resulta muy triste despedirme de ti, me ayudaste de corazón y nunca olvidaré tus consejos.

Gracias por todo amigo, siempre te recordaré.

Compartir el artículo

stats