Si Gustavo aplazó su viaje a las islas Mauricio, si Álvaro se comió ocho horas de coche sin parar, si Miguel fue a poner una vela a la Santina, si María Concepción lloró desconsolada, si Chelo ahorró 2.000 euros para poder cruzarse el Atlántico, si Alfredo hipotecó su noche en un viaje de doce horas, si Marta aparcó las oposiciones por mil kilómetros y 90 minutos, si Omar dejó a la pequeña Beatriz de un mes con los abuelos, si Luis aceleró anoche para poder estar esta mañana en la obra en Noreña... Si hay gente que hace todo eso, si hay gente capaz de convertir el sacrificio en pasión, de elevar el sentimiento hasta la frontera de lo irracional, es que por el medio está el Real Oviedo.

Y el Real Oviedo, que es el origen de todo, de esa fuerte pasión, podrá presumir desde ya de otra demostración de su afición. Una afición que ayer arropó el equipo en el momento más hermoso en muchísimo tiempo. Sucedió en Cádiz, otra capital más para el oviedismo, una ciudad guasona que tiene el fútbol metido en vena. Y sucedió en el ruidoso Carranza, un hervidero vertical de gargantas enfervorecidas, otro templo más a sumar, un lugar donde en la era del Twitter sigue oliendo a fútbol añejo.

Y ya no es que 3.000 tíos de azul hayan hecho las andalucías para simplemente estar, para desteñir el amarillo chillón del Carranza y dejarse allí lo que se tuvieran que dejar, que fue todo y mucho más. Es que esos 3.000 héroes aguantaron las 30.000 almas que caben en el Tartiere y que fueron testigos de un día especial, el día 4.315 da la insufrible estancia del infierno; el día en el que el oviedismo se quitó el barro, se secó el sudor, se perfumó, respiró hondo y volvió a mirarse en el espejo del fútbol profesional.

A aquel 1 de agosto de 2003 en que la institución se quedó tiritando al borde del precipicio debe el oviedismo este terremoto imparable de camisetas azules por España y por el mundo. También por Cádiz, porque antes de que la hinchada azul desafiara al intenso sol que caía a plomo sobre la grada de preferencia, los aficionados pasearon por la "Tacita" presumiendo de historia, de colores, de humildad y de corazón. Las calles de la capital se tiñeron del azul esperanza del oviedismo, que mezcló a la perfección con el amarillo del cadismo. La convivencia, en general, fue pacífica, divertida, de respeto y hasta de cierta admiración entre dos hinchadas ejemplares y representativas de la versión más genuina del fútbol.

Hubo mezcla en terrazas, plazas, bares y hasta en la playa. Ni rastro del mal rollo anunciado por las siempre infladas redes sociales tras el partido del Tartiere. Sucede que al final esto es un juego y la pelota esta vez quitó la razón a quienes temían conspiraciones, más allá del oscuro incidente que dejó a las puertas del estadio a 170 oviedistas. Argumentaron "falta de aforo" cuando se vieron butacas vacías a tutiplén.

Eso, que varios aficionados se recorrieran mil kilómetros para quedarse a en la puerta de entrada, esa impotencia, esa incredulidad, fue la falta grave de una jornada futbolera estupenda. La cerveza ruló entre pronósticos, nervios, nostalgia y entusiasmo. A ratos los oviedistas disfrutaron, a ratos sufrieron. Los cánticos, los nervios en el estómago, la convicción de que la historia estaba ahí, a unas horas. Todo eso se disfrutó y se sufrió. Es lo que tiene no poder controlar el tiempo. Lo importante era que llegara el partido, y que llegara ya.

Y cuando llegó, el Carranza no fue más que una preciosa lucha de rugidos a ver quién tenía más decibelios. Los cadistas llenaron las calles colindantes y fueron muchos más, pero la afición azul dio la cara siempre, una y otra vez. Ya se sabe que al cadismo le gusta Rafael, que ayer volvió a sonar, y también que disfruta con Andi y Lucas, que cantaron antes del inicio, cuando Esteban saltó al campo el primero a calentar, se golpeó el escudo, miró para la hinchada azul y provocó el primer incendio de la afición local.

El partido fue un toma y daca de cánticos en la grada hasta que David Fernández acertó (justicia poética para el jugador más regular de la temporada) y entonces el Carranza enmudeció. Un estadio en eterna ebullición que se quedó silencioso ante el poderío azul.

Y después las manos temblorosas, sudor por aquí y por allá, el cronómetro que no pasa, el runrún en el estómago, doce años de barro. Y aquella vez que le daban por muerto, y aquel presidente que se fugó, y aquel Caravaca, y aquel Pontevedra, y aquel Arteixo, y aquella ampliación, y Gustavo, y Miguel, y Chelo, y María Concepción, y todas aquellas veces soñando esto. Y el pitido, el pitido final. Que ya está, que sí. Once años, nueve meses y 30 días. O lo que es lo mismo: 4.315 días en el infierno que ahora resulta que parece que valieron la pena.

El Oviedo está en Segunda y seguramente pronto estará en Primera, donde siempre ha permanecido su afición.