Dicen que los avestruces esconden la cabeza bajo tierra cuando presienten peligro. No es verdad, pura leyenda. Muchos sportinguistas vivieron ayer una euforia interrumpida por cuarenta segundos inolvidables, los que tuvieron que jugarse a mil kilómetros de distancia entre el Girona y el Lugo, tras el gol gallego que ponía al Sporting en la gloria de Primera, la agresión a un linier y la suspensión temporal del encuentro. Los jugadores de Lugo estaban poco menos que en la ducha y el árbitro, empeñado en reanudar el partido cuando, muy lejos de allí, Gijón se había echado a la calle.

Ocurrió en pleno barrio gijonés de La Arena donde el sportinguismo es una religión. De pronto, los cánticos cesaron, los automovilistas abandonaron sus coches para meterse en el bar de la esquina y seguir desde allí esos cuarenta segundos. Tic, tac, tic, tac. Laaaargos como una agonía.

De pronto, de una cafetería salió un parroquiano momentos antes de que el colegiado de Girona pitara el inicio de esa prórroga con la que

no se contaba. El hombre, cincuenta años o así, se arrodilló en plena calle, cerró sus ojos y con las manos tapó sus oídos. Solo, en plena acera. Casi pasó desapercibido porque por unos instantes el barrio se quedó en suspenso, congelado por la emoción, con el corazón en un puño y la atención en la caja tonta.

Y ¡final en Girona! Estalló la segunda celebración rojiblanca. Dos amigos del hombre avestruz salieron corriendo de la cafetería y le abrazaron emocionados. Y entonces sí. Ojos abiertos, oídos atentos, sonrisa al viento y brazos en alto. Y la bufanda sportinguista para secar el sudor y

quizá una lágrima.

Vale como colofón a la escena, la frase de uno de los que sí aguantó el tirón televisivo y se enfrentó a los cuarenta segundos, aunque fuera

en ejercicio de apnea. Agarrado a una papelera, con cara de haber corrido maratón y medio: "cagoendiez, tíos, estuve al borde del infarto".