Por muchas razones, la pasada fue la semana del rugby. El Bélgica-España de Bruselas dejó tal olor a podrido que puede provocar un daño irreparable para la imagen de este deporte. Más que la selección española perdió el rugby, que siempre se había sentido cómodo bajo el lema "un deporte de brutos practicado por caballeros". Gracias a ese aura de deportividad y nobleza, ganado a pulso durante muchos años, a nadie le extrañaba que un partido decisivo fuese juzgado por un árbitro de un país que podría salir beneficiado del resultado. El marcador podría haber sido el mismo, pero se habrían evitado un montón de suspicacias con un cambio de designación, como había solicitado la Federación Española. La parcialidad arbitral, reconocida por terceros, sirvió para desmontar otro mito relacionado con el rugby: la deportividad de los jugadores. Por mucha rabia acumulada que tuviesen ante la perspectiva de perderse un mundial, nada justifica el acoso colectivo de los españoles al árbitro rumano, Vlad Iordachescu, al final del partido. Fue una imagen más propia del fútbol, tan desconsiderado con la figura arbitral. Un Mundial es algo muy grande, pero el rugby no puede pegarse un tiro en el pie por eso.