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Pescador

Goro y los salmones "despicados"río abajo

El recuerdo de uno de los grandes maestros de la especialidad en Asturias

Goro y los salmones "despicados"río abajo

Los pescadores de salmón "deportistas" en la década de los cuarenta del pasado siglo se contaban con los dedos de una mano; eran personas importantes, como don Juan Sitges, presidente de la Real Compañía Asturiana de Minas, que iba al río con corbata, don Antonio Hidalgo, director general del Banco Herrero, o don Paquito García Díaz (menudo y bajito), prestigioso traumatólogo propietario de la clínica médica San Cosme, sanatorio que estaba situado en Oviedo en un edificio entre las calles Asturias, Marqués de Teverga y Cervantes; de Gijón, recuerdo a los hermanos Velasco, campeones también de tenis, el mayor de los cuales aún jugaba los campeonatos con un inmaculado pantalón largo blanco, con la raya cuidadosamente planchada, y a Valdés-Patac, que tenía una tienda de caza y pesca. Luego, como más próximos, estaban Carlos Orejas y su inseparable compañero de pesca Goro.

Y a Goro quería llegar. Gregorio Díaz de las Alas Pumariño era un experto pescador -tengo entendido que también experto cazador - que tuvo la gran suerte de poder dedicar su vida a estos dos nobles y antiguos oficios. También era soltero, fuerte y peludo como un oso, sencillo y campechano. Fue durante bastantes años socio número uno de la Asociación Asturiana de Pesca, y después de casarse en su madurez, se trasladó a vivir a Cornellana, donde terminó sus días, a la orilla del río, en el año 2006. Y cito a Goro ahora porque fue mi primer maestro en el arte de la pesca del salmón, con una aventura que ya conté hace muchos años en estas mismas páginas y que resumo a continuación.

Yo llevaba ya varios años pescando truchas cuando, a los diecisiete, me apetecía probar también con el salmón. Mi padre juzgó que el mejor master que podía hacer era con Goro, y de esta forma me dejó un día en su compañía en el Narcea, en una zona que no tiene un nombre muy conocido, por encima del pozo del Pilar, donde, en la orilla izquierda, hay unos espigones de piedra envuelta en tela metálica para proteger la vega de las crecidas del río. Así, que allí estaba yo viendo a Goro lanzar la mosca y pronto prendió un salmón; pero, en parte porque la corriente era bastante fuerte y en parte también porque Goro no fue nunca partidario de apretar el carrete con los salmones, la lucha se prolongaba demasiado. Un poco aburrido ya, me paseaba yo por la orilla y, en un momento dado, le di una patada inconscientemente a un montón de leña que había remansado a la orilla detrás de uno de los espigones: la leña se puso en marcha, salió del remanso, bajó por el río y fue a engancharse a la línea de Goro, con lo cual el salmón contó con una ayuda inesperada que le hizo despicarse río abajo a toda velocidad. Goro aguantó la estampida como pudo y, como en realidad no pudo, al agotarse la línea del carrete enganchó la caña de mosca a la cucharilla que tenía armada en otra caña y siguió dando cuerda hasta que agotó también la línea de la segunda caña: entonces se perdió el contacto y el salmón, y la carísima caña Hardy, con sus también valiosos carrete y cola de rata, desaparecieron. Los bramidos de Goro mientras buscaba la línea río abajo lanzando otra cucharilla debieron oírse en Cornellana, pero no encontraba nada. En eso estábamos en el Pilar cuando apareció una lugareña que nos dijo que en el pozo de más abajo, en el Molín, había un salmón flotando en el agua. Corrimos hacia allí y Carlos Orejas, que estaba por la orilla de la carretera, consiguió encontrar una línea de la que tiró hasta recuperar en primer lugar la calle Hardy y, después, el salmón. No tengo que dar más explicaciones para que se entienda que, con aquella experiencia, decidí que aquello era a lo que me gustaría dedicarme el resto de mis días (tardé cuarenta años en confesarle a Goro que yo había sido el que puso la leña en marcha).

Y, aprovechando este tema de los salmones despicados para el comentario de hoy, contaré otras varias batallitas en que pasé por situaciones parecidas.

En el mismo pozo del Pilar que acabo de citar enganché un día, desde la orilla de la carretera, un salmón a cebo, que se despicó río abajo sin que yo pudiera seguirle por ser la orilla entonces impracticable; en la orilla contraria estaba "El Nené", conocido y experto pescador de mosca y ganchero, acompañando a Pepe Luis Pérez Lozana, quien me ordenó tirar la caña al río con la mayor fuerza que pudiera hacia su orilla. Así lo hice y el Nené, metiéndose al río hasta el pecho, consiguió hacerse con la caña y sacar el salmón desde el pedregal (algo parecido hizo también el Nené cuando ayudó a Goyo Alonso a pescar su salmón récord de más de dieciséis quilos).

Y, en la misma zona, ahora en el Molín, estando esta vez yo solo pescando a cebo, volvió a descolgárseme un salmón río abajo hasta que me agotó la línea. En esta ocasión no tiré la caña y dejé irse la línea cortándola cuando estaba agotándose, salí a la carretera y bajé al pedregal que hay por debajo del Molín y, desde allí, fui registrando el río con la cucharilla hasta que encontré el hilo y pude sacar el salmón con facilidad. En bastantes otros casos conseguí evitar el descuelgue del salmón aflojando el carrete pues, al sentirse el salmón libre, suele detener la huida y volver a la postura.

La misma suerte no tuve en otra ocasión parecida que me ocurrió en el Puente romano (así llamado, aunque sea medieval) de Cangas de Onís. Hubo una crecida del río después de una tormenta y fui a pescar al día siguiente por la tarde, con el río todavía muy alto y turbio, desde la pilastra de la orilla izquierda, pues desde la derecha la corriente era demasiado fuerte. Allí me picó un salmón que, después de unos minutos de lucha en el pozo, decidió irse río abajo. Como vi que no lo podía aguantar, dejé la caña en manos de un espectador que tenía al lado y me fui al coche, puse las botas altas, armé una caña de cucharilla, me metí en el río por debajo del puente de la carretera (que estaba atestado de gente, pues era domingo), lancé la cucharilla, agarré la línea de cebo, la corté, la amarré a la de la segunda caña y renové la pelea con el salmón para que, al final, de la forma más decepcionante que imaginarse uno pueda, el salmón se soltó, simplemente se soltó, sin romper nada cómo hubiese sido lo más natural. El público que tenía en el Puente -quizá alguno de los presentes viva aún y pueda recordarlo- me dedicó un cariñoso aplauso para consolarme.

Corriendo río abajo detrás de un salmón disfruté muchas veces de lo lindo. Para terminar hoy, voy a contar solo la carrera de los Estayos. Me picó un salmón en la chorrera más alta y, como es obvio, el salmón se despicó a toda velocidad por la torrentera. Intentaba yo seguirlo como podía por aquella peligrosa orilla cuando vi a un motorista en la carretera que se apeaba en marcha de la moto y venía corriendo hacia mí: sin decir ni palabra, me arrebató la caña y se lanzó como un rebeco detrás del salmón; cuando llegué yo, con el salmón ya en aguas más tranquilas en la desembocadura del Dobra, me devolvió la caña y, de nuevo sin decir palabra, se fue: era el Molineru de Margolles.

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