Lo importante de los derbis no es cómo se llega sino cómo se sale. Así que no toca hoy dedicar sesudas líneas a analizar la desalentadora trayectoria del Sporting de Rubén Baraja, por todos conocida y que es fruto en buena medida de la gestión perpetrada en verano, en la tónica general de lo que ha ocurrido desde que el club es sociedad anónima deportiva. Lo que procede es preguntarse si el equipo, hecho a retazos y que hasta ahora ha empatizado con la afición menos que un crustáceo branquiópodo, es consciente de la trascendencia que tiene un partido de máxima rivalidad, al margen de la situación en la tabla y de cualquier otra cosa. Hay serias dudas al respecto, aunque también algunas esperanzas.

Por un lado, no parece previsible que los futbolistas que no han asimilado en tres meses la magnitud del escudo que lucen cada fin de semana descubran de golpe que enfrentarse al Oviedo exige redoblar la intensidad y la concentración. Y tampoco se antoja fácil que un entrenador incapaz de insuflar alma durante este tiempo saque de buenas a primeras una varita mágica que le abra los ojos al vestuario. Pero quedémonos con lo bueno.

Porque, a pesar de que la política de fichajes condena por sistema a los de casa al ostracismo o al exterminio, ahí sigue un puñado de chavales que mantienen firme la bandera de los valores sportinguistas. Estos días ha sido alentador ver cómo ha emergido la figura de Pablo Pérez, a veces maltratado injustamente. Un gijonés de pura cepa que supo antes de nacer que un derbi es mucho más que un partido y al que Abelardo ha apoyado en público desde Vitoria. También ha sido importante el paso al frente que ha dado Carmona, ejerciendo de líder con todas las letras. Y a otros nombres, como Canella, el valor se les presupone como soldados rojiblancos que son. A todo eso debe aferrarse al aficionado medio de cara a hoy. Pero, sobre todo, no debe olvidar que el Sporting es grande por naturaleza. No hay más que repasar la historia.