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El partido de la gente

Sin chicha y sin estética, el River-Boca fue un tributo al fútbol canchero y de recreo, sellado con una prórroga loca para sufrimiento de dos aficiones eléctricas

El partido de la gente

En un día para la historia, el fútbol lanzó ayer un mensaje orbital desde el Santiago Bernabéu: en pleno siglo XXI es un juego al que se puede, se debe, jugar en paz. Unos ganan, otros pierden y la vida sigue con toda su euforia, con toda su crudeza, pero sigue a la espera de otra oportunidad. Incluso un River-Boca, la rivalidad más intensa y extenuante de todas, puede escapar del fin del mundo con la cabeza firme, sin más rasguño que el deportivo. 29 días después, la final de Copa Libertadores más increíble, surrealista y vergonzosa de la historia concluyó limpia. Ganó River, perdió Boca y arrasó la fiesta en la grada. El balón, da igual de quién, salió campeón. Con muy poca estética en el césped, el partido resultó de una belleza enorme después de una prórroga para la historia. La locura en esos 30 minutos fue como en la tribuna: monumental.

River-Boca, el fútbol del pueblo. Argentina, el pueblo del fútbol. Las hinchadas, enfervorizadas, en combustión eterna, están muy por encima de sus equipos, que no pasarían del montón en España. Pablo Pérez, capitán xeneize, jugó en el Málaga. Ponzio, una de las referencias millonarias, 36 años, en el Zaragoza. Dos equipos hoy de Segunda División. De los comparecientes, Pavón, Palacios, Barrios, Quintero y poco más. El resto, futbolistas rebotados en un partido de clase media. El fútbol argentino está a años luz del europeo. Un abismo. Lento y anárquico. Los mediocampistas daban seis y siete toques antes de soltarla para sacar el balón. Impensable en España. Argentina es una fábrica de talento, pero lo exporta. Los buenos emigran a ligas mayores. Messi vio un partido flojo flojo desde el palco acristalado tantas veces usado por Cristiano Ronaldo.

Pero el fútbol, el fútbol en sí, es lo de menos para la marabunta porteña. En Argentina el fútbol es la grada. Ahí no tiene rival. "Llegó el partido más esperado. El que marcará la historia del fútbol sudamericano", anunció el speaker en el arranque del duelo. Combustión general. Ninguna hinchada más agradecida a las tribunadas que la argentina. Se jalea todo: un corte, un pase de cinco metros, una simple apertura a la banda.

Con que supere al rival ya vale. Cada llegada un "uy" ensordecedor. Cada error, un cabreo monumental. Las manos sudan con todo. Si marcas, un héroe. Si fallas, un mártir. La pausa desesperante que reina en el campo desaparece por completo en la grada. La presión no está en el centro del campo, está en la butaca. Ahí no hay freno. Hay gasolina.

El paisaje del Bernabéu resultó delicioso a ojos neutrales. El fondo norte, de River. El sur, de Boca. Frente a frente, dos hinchadas que tienen prohibido compartir escenario en su país. A ver quién sonaba más fuerte. 50.000 hinchas llevando al límite sus cuerdas vocales. Y casi todos de pie. Ver el fútbol sentado es casi casi una utopía en los fondos argentinos. Si no a ver quién se sube a la valla. Si no a ver quién salta. Porque no paran de saltar. Ni de cantar. Ni de mover los brazos de adelante hacia atrás.

El Bernabéu fue una caldera asfixiante. Cuando se recitaron las alineaciones el estadio era pura electricidad. Casi temblaba. Y eso que ni se llenó. Hubo algo más de 66.000 en un recinto de 81.000. 15.000 asientos vacíos. Solo hubo tiempo para un momento de gran comunión: cuando sonó el himno argentino justo antes del pitido inicial. Ahí sí. Llamó a filas la nación y todos firmes. Las camisetas y las banderas albicelestes se dejaron ver por igual en uno y otro bando. En Argentina el patriotismo, para bien y para mal, es de todos. A patriotas nadie les gana. Nadie.

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