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Futbolistas de azotea de día, prostituidos de noche

Los jóvenes apenas hacían vida en Prado del Rey, donde los vecinos nunca sospecharon el calvario que vivían

El edificio en cuya segunda planta estaba la vivienda en la que hacinaban a los futbolistas explotados en Prado del Rey (Cádiz). En la azotea a veces entrenaban los cautivos durante el confinamiento. JAVIER DÍAZ

Los vecinos de Prado del Rey (Cádiz) no puede ocultar un gesto compungido cuando se les pregunta por los jóvenes futbolistas que vivían en la modesta vivienda de las afueras de este pueblo de apenas 5.000 habitantes. El terror se ocultaba tras una sencilla fachada blanca frente a la estación de autobuses y un campo de fútbol de albero, en cuya azotea aprovechaban para entrenar durante las semanas de confinamiento. “Mira que esto es pequeño y aquí nos conocemos todos”, cuenta Jesús, propietario de un bar justo enfrente del inmueble, “pues nos la 'colaron' bien, nadie sospechó nada” de la explotación sexual a la que fueron sometidos.

Los jóvenes aspirantes al estrellato deportivo no llamaron mucho la atención, menos durante el confinamiento, y a menudo les confundían con los jóvenes inmigrantes de un centro de acogida en el pueblo de al lado. Los vecinos desconocían que algunos tenían ya trayectorias sólidas en sus lugares de origen, y daban por hecho que se habían decantado por Prado del Rey porque “igual hay más oportunidades y menos competencia que en una gran ciudad”. Por eso no extrañó que a finales año pasado se instalaran en esta apacible localidad de la Ruta de los Pueblos Blancos, con callejuelas estrechas y empinadas donde todo queda a mano y la vista se pierde por la sierra. Un paraje frondoso al que se accede por carreteras repletas de curvas y firme en mal estado y que forma parte además del “triángulo de la maría”, como las fuerzas de seguridad denominan a esta zona por la proliferación de plantaciones ocultas.

La costa gaditana o Sevilla, a donde los jóvenes decían ir cuando salían a entrenar, quedan a apenas una hora. Una vecina del inmueble, que prefiere no dar su nombre apelando precisamente a ese “todos nos conocemos aquí”, describe que su vida era prácticamente monacal. Los chicos, “muy amables y educados, siempre correctos”, salían por el pueblo a hacer recados, y nunca lanzaron siquiera una pista de su situación.

En los primeros meses del año, era habitual verlos ir, mochila de deportes en mano, a entrenar en el polideportivo de las afueras. “Pasaban con caras tristes, pero pensábamos que era por la lejanía de sus familias”, apuntan en bar de la estación. Casi siempre, eso sí, junto a su entrenador, un hombre “grandote” de fuera de Prado que vivía con ellos y les acompañaba con el coche. “Todos le mirábamos con agradecimiento porque pensábamos que les estaba haciendo un bien”, se duele ahora Jesús.

En la frutería situada frente al ayuntamiento también les recuerdan, especialmente a uno, “que era muy guapete”. Acudían todos los días, “eso sí, con el dinero justo”, explica la dueña. “De hecho, no les alcanzaba y me pedían siempre un euro de uvitas, eso no les faltaba nunca”. Luego se supo que era de lo poco que comían. Su ruta la completaban en la tienda de móviles y Correos. Después, de vuelta a casa a entrenar en la azotea, donde jugaban incluso pequeñas pachanguitas. “A veces subía temprano y ya estaban ahí, haciendo ejercicio pese al frio”, rememora una vecina, que no dio importancia a sus continuas entradas y salidas “porque son jóvenes”.

Tras el desembarco de la Guardia Civil una mañana de junio, todos ellos se dieron de bruces con la realidad. Detuvieron a sus captores, pero ellos quedaron desamparados, y el pueblo se volcó. Una trabajadora de un centro social en el cercano Arcos les proporcionó ropa y les trajo la comida que sobraba. Los chicos, a cambio, le mandaban fotos cenando el potaje de ese día y dándole las gracias. Los restaurantes de la zona también les proporcionaron alimento, e incluso el Ayuntamiento hizo llamamientos públicos para que cualquier club deportivo acogiera a los deportistas. Uno de ellos estuvo unos días trabajando como camarero en una céntrica cervecería. “Era muy discreto y no nos contó nada, aunque todos sabíamos ya”, cuenta otra empleada. Dejó el puesto hace una semana, cuando tras meses de calvario le surgió una oportunidad vinculada, ahora sí, al mundo del deporte en la provincia de Cádiz.

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