Llegaba el pelotón y comenzaba a llover. Era una nube, pero una nube molesta que parecía querer enturbiar, sin conseguirlo, lo que iba a ser el esprint del año. Sobrevolaba el helicóptero de la televisión italiana la meta de Villafranca Tirrena, junto a la playa, y con sus aspas parecía espantar el agua para que el mundo viera el esprint, el esprint del año, el más bello en meses, una hermosura y tan pegados cruzaron la meta que durante unos minutos hubo que esperar pacientes la decisión oficial de los jueces. El vencedor es... Arnaud Demare.

Peter Sagan, otra vez segundo, no se atrevía a levantar los brazos. Mala señal. Él fue el primero en arrancar. Por fin, por fin volvía a ser el gran Sagan, el astro de las llegadas, el ciclista más mediático del pelotón pero que parecía haber perdido la fuerza de antaño, como si hubiese salido de una marmita en la que se encontraba sumergido para que durante muchos años nadie pudiera con él. "Parece que ahora mi carrera sea la de hacer segundo y no primero... pero ha sido por milímetros", lamentaba el ciclista eslovaco, que vio que se le esfumaba la victoria que tampoco consiguió en el Tour, ni el domingo, en Agrigento, donde también cruzó la línea de meta en segunda posición.

El abandono de Thomas

Los paraguas se abrían en la meta de Villafranca. Los ciclistas se tocaban en la calzada, como queriendo anunciar lo apretado que iba a ser el esprint. El público estaba más distanciado, porque tampoco se permite a mucha gente en las llegadas del Giro, cosas del dichoso covid. Pero en el pelotón no se respetaba ninguna distancia social. Se seguían tocando, desequilibrios que se salvan con un poco de habilidad en la bici y con una dosis de suerte, la que le faltó el lunes a Geraint Thomas, el gran favorito, tremendo castañazo en la salida de la tercera etapa y una pequeña fractura en la pelvis. Thomas para casa. "Creo que estaba en el mismo estado de forma que en el 2018 cuando gané el Tour", se queja el ciclista galés. Nunca se sabrá. Por desgracia.

Nadie, afortunadamente, se va al suelo. Por suerte han quitado una pequeña rotonda que había a dos kilómetros de meta. Allí ya están distanciados los locos de la velocidad, los que han decidido jugarse la suerte del día en un esprint que aquí en Italia se denomina 'volata', en un Giro donde no parece decantado hacia este arte con tanta montaña en el menú. Los chicos de la general, como el joven portugués y 'maglia rosa' Joao Almeida, se han ido para atrás, protegidos, donde hay menos riesgo de caída y porque tienen claro que con un esprint anunciado todos despedidan la última etapa siciliana con el mismo tiempo.

El aviso del Groupama

El Groupama, el equipo de Demare, solo por si acaso, lanza al australiano Miles Scotson en el último kilómetro. Todos saben que es un ataque que no va a ninguna parte porque tras él, como si fuera una jauría de lobos que se lo quieren comer, el pelotón rueda por encima de los 60 kilómetros por hora y no hay humano, por buen ciclista que sea, que aguante esa velocidad en solitario.

Y es entonces cuando aparece Sagan con su furia de antaño, pero le falta un metro, quizá menos, para que su obra sea perfecta y para que en el mes de octubre consiga la primera victoria en el año desgraciadamente más extraño del ciclismo mundial desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Le falta ese milímetro que Demare, el velocista más en forma desde que se reanudó el ciclismo en julio, consigue empujando la bici en la misma línea de meta. Por si fuera poco, el italiano Davide Ballerini también se cuela entre ellos, pero visualmente nunca parece, como así ocurre, que vaya a ganar la etapa.

Aguardan en un rincón de la meta Sagan y Demare, separados en este caso y acompañados por sus gregarios. Le llega la noticia al ciclista francés, una dosis de felicidad; ha ganado la etapa. "Ha sido una sorpresa para mí. La fortuna ha estado de mi lado"... por unos milímetros.