A los entrenadores de Segunda División les da por derramar la Copa como si fuera licor amargo. Conscientes de que el cocido se lo juegan en el menú dominical, tienen por costumbre dar salida en el desfile copero de entre semana al fondo de armario: no los vestidos más caros sino los diseños juveniles y desenfadados y algún retal de saldo. Así hizo ayer Baraja ante el Eibar en El Molinón y el experimento le salió redondo. Le pudo haber salido rana, que esta temporada el buen hombre besa a una princesa y la convierte en batracio. Pero ayer acertó de pleno y es de justicia reconocérselo. Plas, plas, plas, aplausos.

Resulta paradójico que a un entrenador con la soga al cuello le vayan a ayudar a salir a flote no los fichajes de campanillas del castellano leal sino los críos de Mareo, que ayer despacharon una notable faena; por minutos, el mejor partido de la temporada, con toque, con desborde. Fue como si Baraja, tal que un general Custer asediado por una tribu mediática de lakotas, cheyenes y arapahoes, pidiera, ya escaso de munición, refuerzos al grito de "a mí la chavalería" y la fiel infantería llegara en tropel a caballo en auxilio del que puede morir, metafóricamente hablando, con las botas puestas en la pradera verde de Little Big Horn. O sea, que el Pipo se apuntó un round en un combate que se le puede ir acabando a menos que Djurdjevic comience a hacer efectivos sus crochés de derecha y la sala de máquinas carbure, para lo que parece indispensable la aparición más frecuente de alguno de los que jugaron ayer, como Cristian Salvador en el lugar de Cofie. No tienen comparación, no hay color.

Desde el último cuarto de hora de la primera parte a la mayoría de la reanudación, el partido fue del Sporting, que además se permitió la licencia, desconocida hasta la fecha, de ver anotar a sus dos "nueves". Lo del serbio merece comentario aparte. Puede que el tanto de ayer, utilizando su cuerpo contra el defensa como si fuera un muro de hormigón, libere sus fantasmas. Tuvo un par de ellas más que marró, pero habrá que pensar que acabó su mala racha. Hasta que coló ese disparo inapelable, se le vio cabreado con el árbitro y con el mundo. Cada vez que le enfocan las cámaras se le ve con el ceño fruncido. Alguien debería explicarle que tal vez se disipe el infortunio cuando comience a sonreír y a activar los músculos de la felicidad.

En resumen, tal vez sea buena enseñanza la de ayer para el entrenador, que con la que está cayendo mejor encomendarse a la guardería que a la guardia pretoriana. Que de perdidos, al Piles.