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Abuelo, ¿qué haces tú solo en la calle Uría?

Las últimos minutos en el Carranza, los besos a la Santina y el sufrimiento de uno de sus socios más fieles

Nos habían avisado de que el vuelo desde Jerez saldría pronto, y más en caso de ascenso, así que había que cerrar cuanto antes las páginas de un periódico que quedaría para la historia. Era el minuto 85 y yo tenía las mías a medias, pero dejé de escribir. Imposible teclear nada con semejante tensión. Así que bajé la tapa del ordenador y me puse de pie.

Miré alrededor. A mi lado, José Palacio, curtido en mil batallas, contemplaba el final con profesional tranquilidad. A su derecha, Nacho Azparren aporreaba las teclas con celeridad antes de ponerse también de pie. Detrás, también de pie, Rafa Álvarez y Quico Alsedo, compañeros de El Mundo, disimulaban sus nervios con sonrisas de mentira. Todos estábamos muy apretados en aquella tribuna de prensa incómodamente vertical del Carranza, pero nadie hablaba con nadie. Silencio cortante entre el barullo ajeno. Quedaban cinco minutos para que el Oviedo saliera del barro 4.315 días después. Los cinco minutos más largos de la historia.

Cogí el móvil para grabar aquel momento. Llevaba 37 segundos cuando me llegó el mensaje. Todavía lo conservo. 31 de mayo de 2015, 19:44 horas: "Como nos empaten, a tu madre le da algo. Lleva media hora girada en su asiento, sin mirar al partido, dándole besos a la Santina".

Me la imaginé. Pensé en la cantidad de domingos que, de niño, su malhumor por una derrota del Oviedo me dejaba casi sin cenar. En la de veces que le gritaba a la tele cuando Ramos Marcos, en la moviola, concluía que estaba bien pitado aquel penalti que a ella le parecía un piscinazo claro. Recordé aquel 5-1 que nos comimos desde la grada del Bernabéu (año 1998). Pensé en la promesa que hizo (e incumplió) cuando Maqueda le marcó al Sevilla (1-0). O, años después, ya en el barro, cuando volvió a hacerla y, definitivamente, dejó de fumar.

Al leer aquel mensaje pude sentir perfectamente su sufrimiento. Había viajado a Cádiz por carretera, con la camiseta de rayas azul y negra, bufanda y gorro. 1.000 kilómetros para ver un partido que no quiso ver. Para acabar achicharrada del revés en una grada injustamente incompleta.

Así que cuando pitó el árbitro y logré salir de una improvisada melé de abrazos, le mandé un mensaje: "Mamá, volvimos. Tenías razón, iba a merecer la pena. Gracias por tu oviedismo".

-Dáselas al abuelo. Estoy llorando. Vaaaaaaamosssssssssss.

Y fue cuando reparé en él. 91 años entonces, abonado del Oviedo desde 1940. Recogí el ordenador, me metí en el ascensor, bajé los 7 pisos que conducían a la sala de prensa y le llamé. No esperaba que contestase a la primera:

-¿A ver?

-Abuelo, te llamo desde Cádiz para felicitarte. Este ascenso se lo merece gente como tú.

-No me digas, hijo. ¿Ya está?

-Siii. ¿No lo estás viendo?

-No. Cuando empezó el partido salí a pasear. Ahora estoy en la calle Uría, descansando, cerca de la Renfe. Subiré ya para casa.

-¿Pero qué haces un día como hoy en la calle Uría?

No recuerdo bien la conversación exacta, pero sí estas frases y, sobre todo, el silencio posterior. El hombre que había convertido al oviedismo a la familia se había ido a pasear durante el partido más importante del siglo. Como ella, prefería no verlo.

Padre e hija, cada uno en una punta de España, sufriendo de oviedismo más que nunca el día más feliz. Me pareció una historia estupenda para enganchar la crónica de ambiente si no fuera porque eran dos miembros de mi familia. Lo descarté al instante por responsabilidad profesional y también para no disgustar a los maestros, garantes siempre, incluso en estos tiempos de zozobra, de las esencias del periodismo no militante.

Pero aquello nunca se me fue de la cabeza. Cada cierto tiempo intentaba embaucar a mi abuelo para que le hicieran algo en el periódico. Su cabeza brillante era (es) una mina azul. Tenía historias y anécdotas que merecían ser contadas: cuando jugó en el Vetusta, cuando fue al Tartiere por primera vez. Cuando conoció a Marianín, a Herrerita, a Sánchez Lage, a José María? Cuando Jaime y Pedro, dos de sus hijos, debutaron en el primer equipo. Cuando impidió a Jaime fichar por el Atlético de Madrid por fidelidad azul. Cuando su hermano se puso al frente del club. Cuando decidió costear con dinero familiar la torre del marcador del viejo Tartiere. Cuando arrimó el hombro en cada ampliación. Cuando se opuso a salir como uno de los 1.000 por 1.000 por pudor?

Me contaba todas aquellas historias y yo me tiraba de los pelos porque nunca lograba llevarlas al periódico, a su periódico. Antes madrugaba cada mañana para leer LA NUEVA ESPAÑA en papel y ahora trasnocha diariamente para leerla en el Ipad, suscriptor siempre. Es su periódico, pero nunca quiso salir. Ni cuando estaba contento con el "Oviedín", como el día después del Carranza, ni cuando estaba enfadado, como el día en que me llamó con un disgusto de aúpa cuando se enteró que el club no había mandado a nadie al funeral de Celsín, socio histórico: "Por favor, diles que estas cosas las cuiden. No se puede ser".

Hoy tiene 96 años (dos más que el club), la cabeza igual de brillante y sigue sin querer salir en el periódico porque entiende que el sentimiento es personal y se debe llevar por dentro. También sigue sin ver los partidos del Oviedo. Se pone nervioso y no puede. Se pone tan nervioso que aquel día de ascenso Cádiz, cuando el oviedismo se abrazaba fuerte y él, que entonces sumaba 75 años de socio (hoy 80), descansaba en soledad con su bastón en un banco de la calle Uría.

Aquel día terminé escribiendo las páginas sentado en el suelo de una esquina con enchufe del aeropuerto de Jerez, pensando en él. Hasta que alguien me avisó con un grito de que ya tocaba embarcar.

Era David Fernández.

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