Aventurar el resultado de un derbi asturiano según el estado de ánimo o de salud de los concurrentes es una pérdida de tiempo mayor que explicarle a un terraplanista el movimiento de traslación de los planetas alrededor del Sol. Valga de ejemplo que el Sporting es especialista en llegar a las vacaciones de verano por encima del Oviedo (nada menos que 18 veces desde que empezó el siglo, en igual o superior categoría) y que, sin embargo, sólo ha podido llevarse un partido de máxima rivalidad tras la vuelta de los capitalinos al fútbol con mayúsculas en 2017. De nada sirven las estadísticas cuando dos vecinos se ponen a darle patadas a un balón, aunque sí es fácil adivinar cómo intentarán ganar. Incluso con un entrenador como David Gallego, con tantos cambios de alineación como de calcetines, pero con una filosofía de juego estable, más conservadora que el primer gobierno de Margaret Thatcher, más eficiente que un ingeniero japonés y reducible a cuatro mandamientos, adobados con mucho sportinguismo de cuna: Mariño debe parar y algo más, sin defensa no hay paraíso, atacar es sólo una opción y Djurdjevic ejerce de único redentor.
Con la cabeza fría, el partido de hoy en El Molinón es para los de casa un medio, pero no un fin en sí mismo. Una victoria casi certificaría la promoción y una derrota sería un traspiés con margen de maniobra para rectificar. Pero con el corazón caliente, las exigencias históricas por razón de proximidad geográfica llaman a la puerta del equipo más asturiano (y gijonés) en mucho tiempo. La plantilla de la “quinta del cole”, con jugadores que eran rojiblancos antes de nacer, está ante su gran ocasión de demostrar que nadie le tiene que explicar el significado de un duelo donde pesa más el escudo que las botas. Si hoy no se nota que Mareo campa a sus anchas, ¿cuándo se va a notar?
