Y no es fácil hacer que regrese a la carretera. Hace falta hacer magia. Aunque pronto cumplirá cien años serán menos las ediciones, desde que saliera de Gijón el 22 de julio de 1926 la primera de las varias series en que las embestidas de sucesivos promotores lograron llevarla hasta hoy. El primero fue el Club Ciclista Gijonés, que “luchó, porfió, insistió, Durante varios años” –según el maestro de periodistas deportivos “Ball”-–, hasta que concretó su prueba de gran fondo. Que concluyó tres días después, tras haber girado desde Llanes a Navia, por la costa, y a Cangas del Tineo, por el interior. El vencedor fue Ricardo Montero, de Irún, que invirtió “27 h, 45 m, 42 4/5 s” en 676 km. El segundo Miguel Mució, de Barcelona, a quien una vida comprometida llevó a morir en un campo de concentración nazi y a tener una calle en Perpignan. Tercero fue el campeón de Asturias, el gijonés Ángel Castro, a 22 minutos. Manuel Acebal, adolescente de Arriondas, entregó el farolillo rojo, ocho horas y cuarto después. Pero acabó. El 21 de los 27 inscritos y, además, con una bicicleta remocicada, gracias al amparo de un aficionado portugués (en Asturias hay “un”, o mejor, “el” portugués en cada pueblo). Se trataba de Manuel Riveiro, “elegante y simpático hombre de acción: militar, revolucionario, periodista, fotógrafo, árbitro,”trainer”…”. El improvisado manager organizó una colecta y de Cangas del Tineo Manolín salió con rueda libre, cubiertas y cámaras nuevas. Ejemplo que siguió su villa natal con una suscripción que permitió comprarle una bici como Dios manda.

El año anterior se había celebrado una prueba de un día, de 231 km, Gijón-Gijón, a la que dan el mismo nombre, pero que no se consideraba como prueba de fondo, como la que en 1924 el diario “Excelsior” organizó como I Vuelta al País Vasco, y que sirvió de referencia a los gijoneses que, evidentemente, fueron un punto más allá. “La del País Vasco es suave, casi no es nada al lado de esta” –confesaba Mució a “Ball”– en la verbena canguesa. No debían acostarse temprano, pues sabemos que los periodistas solo se relajaban después de salir de la redacción, a la una de la madrugada.

Cangas siempre fue un hito, de día y de noche. Hoy la covid espanta, como antes otras calamidades, pero la Vuelta siempre vuelve. Y en esta visita la novedad fue el descenso del Acebo. Entre los gallos las fuerzas estaban tan igualadas que un quiebro, la colocación en la última curva, es la que da la victoria a Héctor Carretero, al que nunca se le olvidará dónde mojó por primera vez como “pro”.

La primera etapa tuvo un formato de clásica de primavera, de longitud adecuada, perfil aserrado, circuló por la urbe metropolitana, con muchos parques y buenas carreteras escénicas. Las que permiten contemplar desde Fresneo una panorámica de Mieres, como si fuera ciudad suiza, y desde La Cabana, Peña Rueda. Con Carabanzo, animaron el final de la jornada, como espectaculares muros que, a diferencia de los flamencos, no pierden la espectacularidad al bajar. Y ese fue el escenario que escogió un sobrado Nairo Quintana para confirmar lo evidente . Venía a ganar. Y lo hizo sin agobios, dominador de cada una de las etapas y de la Vuelta.

La etapa tuvo parecido con las carreras de Flandes, por el escenario y los bucles, perfectos para echar el día siguiéndola. Si le pusiéramos al final un gran puerto “fuera de categoría”, lograríamos una gran clásica mundial, por dureza y belleza, que expondría en un solo trazo la cualidad metropolitana y los panoramas de la cordillera, engarzados en carreteras pintorescas, llenas de público. Lo demostró la Vuelta España, que permitió ver las dos caras del valle del Turón que, precisamente se enlazan en La Rabaldana, donde la carretera se encrespa durante 4 km al 8% para coronar en la cornisa de La Cabana, dejando para las bicis de montaña el siguiente escalón, el de las antiguas brañas de Polio, hoy reacondicionadas después de la corta minera. La otra cara es la que Turón presenta desde ahí hasta La Hueria de Urbiés, enclave sorprendente, donde el angosto valle se abre para dar el circo que lo cierra por arriba, en el que la abundancia de agua, su orientación y su resguardo hacen que espollete una vegetación casi tropical, para acabar de confundir la imagen estereotipada, que tanto propios como extraños suelen tener, del que fue el paradigma de los valles mineros; que, por cierto, dieron nombre a otra carrera mítica, que no merece ser olvidada.

Lo mismo que la subida al Naranco, recuperada como colofón a la Vuelta 2021, y en la que Pierre Latour puso su nombre a la larga lista de los triunfadores en el monte; que ya sea con coronavirus o entre la nublina y el orbayu, como El Tarangu en 1974, siempre ejercerá su magia para atraer al público más o menos aficionado. Lo que merecería una reflexión sobre el tratamiento que recibe este lugar telúrico, lleno de símbolos de la larga vida del país.