Juro que lo que voy a contar es verdad. Que sucedió y fue tan real como este texto que usted está leyendo.

Pero antes, me gustaría hacer un poco de memoria y de justicia histórica con el llamado “efecto Pumarín”. Porque, en contra de lo que muchos piensan, el efecto Pumarín no nació en la temporada 2013-2014. Venía de mucho antes, de 2004, el año de fundación del club que, por cierto, acabó en descenso desde la Liga EBA a la Primera Nacional. Un desastre, vaya. Pero un desastre al que ya acompañaba el efecto Pumarín.

En los inicios, en los tiempos duros, ya había algo especial en aquella cancha. Menos intenso, desde luego, pero ahí estaba, esperando a que las masas se dieran cuenta. Porque de aquella no había gradas supletorias y, por supuesto, las sillas de los fondos se veían únicamente en los partidos de la NBA. Pero en aquel polideportivo pasaba algo: en todos los partidos la grada se calentaba hasta ayudar al equipo a lograr la victoria. Y eso sucedía ya fuéramos 4 o 500 los “frikis” que estábamos allí.

Es cierto que el llamado efecto Pumarín alcanzó su punto álgido en la temporada 2013-2014. Fue un año en el que el Oviedo Baloncesto se convirtió en el único club de Asturias que agotaba todas las localidades para todos sus partidos como local. Los aficionados iban los sábados por la mañana a hacer cola e incluso uno debía personarse en el pabellón una hora antes del inicio del partido para poder tener un sitio decente (o, en su defecto, tener un hermano que lo hiciera). La gente se iba enganchando porque lo que allí pasaba tenía algo de magia. Y esa magia, claro, estaba muy relacionada con la serie de victorias que el equipo ofrecía cada fin de semana.

Pero vamos a lo que vamos. Para envidia del lector tengo que confesar que yo sí llegué al éxtasis con el efecto Pumarín. De hecho, me considero una de las personas que más intensamente ha vivido esa experiencia, y dudo mucho que mucha gente pueda superar lo que voy a contar.

Sucedió el 28 de diciembre de 2013, por lo que podemos aceptar que las fechas navideñas actuaron como afrodisiaco. El Oviedo Baloncesto se enfrentaba, en Pumarín, obviamente, al Cocinas.com riojano. El partido transcurría bastante igualado. El primer cuarto acabó 24-20, el segundo, 42-40 y el tercero 56-58. Y llegó el último cuarto que, para los que no sean muy duchos en la materia, debemos aclarar que suele ser el más adecuado para que se dé el efecto, sobre todo porque así finiquitas el partido y no hay tiempo para más.

A falta de 4 minutos y 18 segundos, el equipo riojano mandaba en el marcador (58-70). La cosa estaba complicada, pero no tanto, porque todos los allí presentes sabíamos que el efecto haría acto de presencia. Estábamos tan convencidos que lo único que nos preocupaba era que sucediera todo en el último minuto y fuera demasiado intenso como para aceptarlo.

Quedaban tres segundos y fue entonces cuando comenzó el éxtasis del efecto Pumarín. El partido estaba empatado (70-70) y una muy mala defensa nos llevó a hacer falta en un tiro de tres del equipo rival. Es decir, tres tiros para Cocinas.com y tres segundos para arreglarlo. El tiempo en el baloncesto da para mucho. No es lo mismo un segundo en cualquier otro deporte que en baloncesto. Antes de que arrancaran estos tres últimos segundos, el jugador rival encargado de lanzar anotó el primero. Creyendo que sólo eran dos tiros, lanzó el segundo a fallar. Y lo falló. En el tercero, nervioso por su error, pisó la línea y los árbitros lo vieron. Conclusión: el Oviedo Baloncesto tendría la última posesión y sacaría desde campo contrario. (Piense un segundo, querido lector, en la concatenación de casualidades que se dieron para llegar a esta situación).

Y entonces ocurrió. El equipo se movió como en una coreografía. Varios jugadores hicieron un movimiento circular que permitió a un jugador del Oviedo Baloncesto encarar en carrera el aro rival.

Hago un inciso para explicar que, de la temporada 2013-2014, mi jugador favorito era el estadounidense Brandon Garrett. Era desgarbado, tenía patas de alambre y, digamos, pocas dotes para el baloncesto (aunque si uno ve sus vídeos de promoción, acompañados de música rap, podría pensar que estaba viendo a una especie de Kareem Abdul-Jabbar moderno, pero no). Precisamente por sus pocas dotes para el baloncesto le había cogido cariño y, en los descansos, me dedicaba a comprar fotos suyas para regalar entre los amigos (fueron las únicas que se agotaron, por cierto).

El caso es que vi a Brandon correr hacia el aro rival, recoger en el aire el pase perfecto de Álvaro Muñoz y anotar la canasta ganadora en una jugada que creíamos que sólo existía en las películas. Vi a Brandon caer bajo una montaña de compañeros que le felicitaban por la proeza lograda. Creo que llegué a llorar de emoción.

Al día siguiente, leyendo las crónicas, me enteré de que en la última jugada del partido Brandon no estaba en la pista. La canasta la había anotado Juan José García. Pero de verdad, lo juraré las veces que haga falta: vi a Brandon Garret volar como un águila imperial, planear sobre la zona y coger el balón. Vi a Brandon Garret machacar el aro. Y si realmente no lo vi, entonces estoy en condiciones de asegurar que soy la persona que más intensamente ha vivido el efecto Pumarín, llegando a ver visiones y abrazando algo que se debe parecer bastante a lo que conocemos como felicidad.

Más allá de la broma, el efecto Pumarín es el resultado de 17 años de una gestión seria y sensata. Sin estridencias. Con criterio. Cuando hay un proyecto deportivo y sus responsables mantienen la vista fija en los objetivos, respetando los valores, las cosas tienden a avanzar razonablemente bien. Esta fase de ascenso a la ACB es un segundo más en el vuelo del OCB hacia el aro. Disfrutémoslo. Es real.