El verdadero ganador del partido de ayer fue el fútbol gijonés, que aprovechó los focos de El Molinón para mandar un mensaje de unidad con un acertado desfile de niños luciendo orgullosos las camisetas de todos los clubes de la ciudad, la mayor fábrica de talentos de Asturias. Perdieron quienes esperaban un batacazo del Sporting que diera al traste de una vez por todas con la etapa en curso, que se empieza a hacer demasiado larga. Y se quedaron también con las ganas aquellos que confiaban en vislumbrar una luz al final del túnel en el que llevan metidos dos meses los rojiblancos. Gallego puede guardar en el bolsillo el billete a Las Palmas. De momento, solo de ida.
El encuentro fue una sórdida prolongación de la espesura mental del Sporting. David no acertó a darle con la honda a Goliat, pero la distancia en el marcador fue tan corta y la imagen en el campo de los rojiblancos tan mejorable que la sorpresa se mantuvo como una posibilidad hasta el penúltimo segundo, con el Ceares rondando el área de Mariño, ejerciendo de valiente local. Ninguno de los que ayer tuvieron una oportunidad por parte del entrenador catalán, sobra decir sus nombres, se hicieron merecedores de un hueco en la operación resurrección, que nadie sabe muy bien a estas alturas en qué consiste.
Su espacio de gloria merece el Ceares, club diferente por su modelo de gestión y por haber importado al fútbol debates sociales como la igualdad. Tras la gesta deportiva de la pasada temporada, y a pesar de las penurias de esta, tuvo ayer el merecido premio de ver su escudo iluminado en el marcador del estadio más antiguo de España. Gesta que desempeñó con sobrada dignidad. En la historia queda.