Pelé I el Grande, por Melchor Fernández Díaz

Fue un maravilloso jugador, en el que coincidieron unas excepcionales condiciones físicas y técnicas con una elegancia deslumbrante

Pelé es lllevado en volandas tras ganar la Copa del Mundo.

Pelé es lllevado en volandas tras ganar la Copa del Mundo. / AFP

Melchor Fernández

Melchor Fernández

Pelé fue un futbolista maravilloso y tengo muy claro que para mí, como aficionado al fútbol, fue una suerte muy grande haber llegado a verlo jugar en persona, aunque solo fuera en dos ocasiones, ambas en Madrid en los años 60 del siglo pasado, en mi época de estudiante. Una de ellas fue con la selección brasileña. Otra, con el Santos, su equipo de siempre. El rival, en ambas ocasiones, fue el Atlético de Madrid. Se trató de dos partidos amistosos, aunque en contextos muy diferentes. El partido de la selección brasileña, organizado por la Asociación de la Prensa, y disputado en el Bernabéu, fue en vísperas del Mundial de 1966, cuya fase final se celebró en Inglaterra y tenía, desde la perspectiva de la "Canarinha", toda la apariencia de un ensayo con todo. El otro partido, jugado tiempo después en el Vicente Calderón, aunque solemnizado por el hecho de ser el homenaje al capitán atlético Rivilla en su despedida, no pasó de ser un amistoso, de los muchísimos que el Santos jugaba cada temporada, eso sí, con la cláusula de que en su alineación figurase Pelé. El astro comparecía, pero era comprensible que no se entregara a fondo. Cumplía con estar en el campo y mostrar algunos detalles, aunque eso sí, deslumbrantes y, con frecuencia, contabilizados en el marcador. Tal como fue a orillas del Manzanares.

Pelé, sublime

El partido del Bernabéu, con un graderío abarrotado, había sido, en cambio, disputado a tope. El resultado, 5-3 a favor de Brasil, pareció ofrecer pistas sobre la selección brasileña, tremenda en ataque, aunque no del todo convincente en defensa. Pero si en algo se registró una coincidencia absoluta fue en la admiración que despertó un Pelé que había salido a jugar a tope los 90 minutos. Todos salimos convencidos que era un futbolista prodigioso, tal vez como no había habido otro hasta entonces. Y eso lo habíamos descubierto en el escenario donde, temporada tras temporada, se había ido agrandando, hasta hacerse gigantesca, la figura de Alfredo Di Stéfano. Yo he escrito alguna vez que fui a aquel partido con el deseo de comprobar que Pelé no era superior a mi admirada Saeta Rubia. Pero hube de rendirme a la evidencia. Sin renunciar un ápice en mi admiración hacia Di Stéfano tuve que reconocer que Pelé era todavía mejor. Con el tiempo ese cambio de opinión adquirió matices, como el de que habría que valorar en toda su importancia la capacidad de liderazgo de un jugador como Di Stéfano, que no solo fue admirable en su rendimiento individual sino que fue capaz de cambiar la mentalidad de un equipo que hasta su llegada no pasaba de mediocre para convertirlo en un campeón avasallador. Me faltaban entonces, y me siguen faltando ahora, conocimientos para atreverme a valorar la capacidad de liderazgo de Pelé. Lo que se hizo patente para mí, al ver en vivo lo que hasta entonces solo había entrevisto por las imágenes de la de televisión –mucho más rácanas en cantidad y calidad que las de ahora–, fue su condición de futbolista sublime, porque era portentoso en todos los aspectos, desde los puramente físicos hasta los técnicos y no digamos los estéticos, pues la elegancia de sus movimientos era admirable. Tenía una velocidad impresionante, que, por si eso fuera poco, era capaz de incrementarla con unos cambios de ritmo irresistibles. Su elasticidad le permitía recibir el balón en cualquier postura. Tenía un salto poderoso, con el que llegaba a balones que parecían inalcanzables para un hombre de su estatura. Técnicamente era un prodigio, por su habilidad para dominar el balón con los dos pies, la cabeza o el pecho. Tenía una excepcional visión del juego y tanta fantasía como habilidad para el regate. Y era un gran chutador con las dos piernas, sobre todo la derecha, capaz de buscar la puerta desde cualquier posición o distancia ¿Quién puede olvidar el gol que intentó marcarle a Mazurkiewitz desde más allá del medio campo en el Mundial de México, en el que se resarció cumplidamente de la decepción del de Inglaterra, que seguramente no hubiera sido tal si los hermanos portugueses no hubieran organizado la cacería contra él, que acabó aquel partido arrastrando por la banda izquierda una cojera fabricada golpe a golpe por sus rivales?

El más grande

Sin dudar en absoluto de la grandeza de Messi, ahora que está más visible que nunca, hay argumentos, y desde luego, sentimientos, que permiten creer que no alcanza la de Pelé, que, curiosamente, tampoco es alto, como no lo era Maradona, otro competidor por el trono futbolístico. De la estatura de Pelé tuve una referencia muy prestosa el día de la final del Campeonato del Mundo de 1982. La casualidad quiso que en un momento determinado coincidiera con él, casi hombro con hombro, en la gran Sala de Prensa, que estaba comunicada con el Bernabéu por una pasarela que sobrevolaba la Castellana. Y comprobé que, de acuerdo con las medidas que figuraban en su ficha técnica, era cierto que no me sacaba más de dos dedos de estatura, a mí que cuando me tallaron para la mili no pasé de unos más que modestos 1,700 metros y que entonces seguramente ya eran menos. Pero él en el campo crecía hasta ser más que nadie. Recordé más tarde unas declaraciones de Antonio el bailarín según las cuales para su profesión no era bueno ser alto, porque el escenario engrandece hasta la estatura ideal. En el escenario de los campos de fútbol ideal como ninguna fue la de Pelé, admirable por lo que mostró y conquistó. Hace mucho tiempo que los brasileños lo coronaron, llamándole "O Rei". Para pasar a la posteridad, en la que ya ha entrado, podían añadirle un adjetivo. Pocos le vendrían mejor que el de Grande, porque lo fue, y lo sigue siendo. Más que ninguno.

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