Opinión
Regreso a Ítaca
Un repaso a los duros años que han terminado en una merecida explosión de felicidad
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias.
Así empieza uno de los poemas más conocidos del escritor griego Konstantínos Kaváfis. Durante la última semana me acordé mucho de esos versos. A veces la vida va tan rápido –hace 24 años que descendimos de Primera y se han ido en un suspiro– que apenas da tiempo a asimilar todo lo vivido, todo lo aprendido. Cuando el Real Oviedo descendió por primera vez a Tercera, al oviedismo le sucedieron tantas cosas en tan poco tiempo –la principal, el desprecio del Ayuntamiento de su propia ciudad– que no le quedó otra que arrimar el hombro y ponerse a trabajar. Vivir todos los días con el apocalipsis en el horizonte no dejaba muchas más opciones. Lo mismo nos hacían empezar la Liga con menos seis puntos que una manada de jabalíes se cargaba los campos de entrenamiento la misma noche en la que se habían terminado los trabajos para arreglarlos, como si lo tuvieran apuntado en su agenda.
Aquel primer año lloramos por un chico al que apenas conocíamos y los hinchas más veteranos sufrieron el brutal impacto de que te cambien de un día para otro las caras que llevas viendo durante años. Al salir del partido en Luanco, en el camino hacia el coche, notaba que mi padre iba cabreado. No se había dado cuenta de que ese día el Oviedo jugaba de blanco –entiendo que Kily, la única referencia que tenía, no estaba ese día– y pensaba que habíamos perdido. También fue el año en el que descubrimos al que, muy probablemente, es el peor-mejor –o viceversa– jugador de la historia de este club. Diego Cervero, se entiende.
Fue la primera y única vez que deseé que un equipo de mi ciudad perdiera: después de eliminar al Ávila, algunos bajamos a ver el final del partido entre el ACF y el Guijuelo y divisamos en la lejanía aquella tanda de penaltis agachados para poder ver la portería. Dos semanas después, muchos descubríamos lo que era la ansiedad en aquella tarde de junio en la que no pudimos marcar un puñetero gol más al Arteixo. Lloramos en el estadio. Lloramos de camino a casa. Y, cuando llegué, me encontré en la puerta de mi habitación una nota escrita por mi padre: "Yo", decía, "sigo siendo del Real Oviedo hasta la muerte. Hasta la mía, claro". Y me puse a llorar de nuevo.
La temporada siguiente, la vida nos compensó con un momento de absoluta felicidad. Porque si ganar 1-5 el partido de ida de la eliminatoria decisiva para ascender no es la felicidad, que baje el dios del fútbol y lo vea. Aquella fue la primera liberación de las muchas que vendrían. Siempre con un toque de precaución. En un momento del viaje de vuelta, con la bufanda ondeando por la autopista, mi padre se puso serio y lanzó al aire una pregunta: "No nos remontarán, ¿no?". Y hubo unos segundos de incómodo silencio. En los años siguientes pasamos una travesía en el desierto que incluyó el inenarrable paso de Lobo Carrasco por el banquillo –un breve recordatorio de que, después de perder 4-1 la ida de la primera eliminatoria de ascenso, planteó la posibilidad de jugar la vuelta en el Tartiere a puerta cerrada, para evitarles la presión a los jugadores– y, al menos a mí, un trauma que me impide ver el resumen completo del partido de vuelta con el Caravaca. Cuando llega el momento de la expulsión de Curro, tengo que quitarlo. Puede sonar a broma, pero no lo es. Eso sí, a veces me pongo la entrada de Mario Prieto a Petu. Creo que nunca me sentí tan representado por un futbolista.
Vendrían después otros instantes atronadores, pero invito a los lectores a buscar en internet el vídeo del gol de penalti de Cervero al Mallorca B. Aquello fue un grito tribal de liberación. Casi tanto como la cara descompuesta de Aulestia tras detener el penalti final, que del agobio que le entró se convirtió en el primer portero de la historia en quitarse la camiseta con los guantes puestos. También quedó para el recuerdo un vídeo de cómo se vivió ese momento en la pantalla gigante –es un decir– instalada para la ocasión en La Losa. Como no se veía muy bien, se recurrió a la comunicación oral de toda la vida: aquel "¡paró! ¡paró!" fue avanzando entre la multitud como una paloma mensajera.
Del 2012 no diré mucho para que no parezca que barro para casa. Solo que la atmósfera de la ciudad en aquellos días de noviembre era eléctrica y que todo es mucho más mundano de lo que parece. Activamos la famosa cuenta de Paypal porque, afortunadamente, Torla se había sumado a aquel consejo. Pero a Toni y a Sabino Paypal les sonaba a chino, así que lo llamaban "la maquinina esa", y preguntaban en el chat que teníamos del consejo: "Juan, ¿cómo va la maquinina esa?". Y la maquinina iba tan bien que Paypal nos suspendió la cuenta porque entraba tanto dinero que aquello olía, por lo menos, a narcotráfico. Entonces sí que aprendieron a decir Paypal, para quejarse con conocimiento de causa.
Dos años después, Esteban nos enseñó a ganar una eliminatoria en el calentamiento. Hasta aquel instante en el que saltó al césped antes del partido de ida ante el Cádiz, hacía mucho que no se veía por el Tartiere a un oviedista convencido de que se iba a lograr el objetivo. Y luego, porque la vida a veces también es justa, nos regaló disfrutar unos meses de Michu. Y verle marcar un gol. Que en realidad no fue casi nada, pero fue mucho.
En la pandemia le vimos las orejas al lobo. Después, empezó una dinámica ascendente en la que siempre nos faltaba algo para dar el paso definitivo. Ese algo era Santi Cazorla. Con su sonrisa y su talento, en el orden que prefieran (lo de que también sabe cantar lo hemos aprendido ahora, así que, de momento, no cuenta). Su vuelta al Oviedo enlazaba 2003 –el año en que el que se fue y arranca esta historia– con 2012 –el año en el que nos ayudó a salvarnos- y nos situaba en la rampa del ascenso. Cuando estaba sobre el terreno de juego los oviedistas sentíamos una sensación desconocida. Parece ser que se llama confianza.
(En el párrafo anterior aparece la palabra "rampa" que es, curiosamente, uno de los escenarios secundarios en los que se ha gestado la historia de estos años en los que luchar por el club que queríamos era una obligación moral).
Cada persona tendrá su particular colección de anécdotas, pero hay algo en lo que casi todos los que pisamos el barro coincidimos: nunca entendimos esta etapa como una humillación. Al revés, mantuvimos nuestra dignidad y quisimos a nuestro equipo más que nunca. Cuando nadie creía que esto tuviera sentido, ahí seguíamos. Cuando nos goleaba el filial de nuestro eterno rival, ahí seguíamos (cabreados, por supuesto). Cuando no sabíamos por qué narices seguíamos ni cuánto iba a durar esta etapa, ahí seguíamos.
Ahora que, de repente, por fin podemos hacer la broma de que todas las acciones que colocamos en su día a amigos y conocidos se han revalorizado, merece la pena echar la vista atrás y volver a decirnos algo de lo que ya estábamos convencidos: que teníamos razón apostando por esto. Que la opción que elegimos –minoritaria al principio, incomprendida y casi incomprensible durante tanto tiempo– ha inundado Oviedo y Asturias de alegría y de pasión dos décadas después.
Y, lo más importante: hemos disfrutado enormemente de un camino azaroso que a veces dolía y que siempre –siempre– fue emocionante. Qué orgullo, qué valor y qué garra demostramos. Qué suerte haber vivido estos años de nuestra historia. Ítaca nos brindó tan hermoso viaje...
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