El despido es, sin lugar a dudas, la más clara manifestación de desequilibrio de poder en el seno de la empresa. De ahí la intervención del Estado tratando de corregir esa asimetría entre empresa y trabajador por vía normativa o regulatoria. Hace muchos años (muchísimos, diría yo, porque me refiero a 1983) el Banco de España ya sostenía (eso sí, científicamente) que la rigidez de nuestras normas laborales conducía al desempleo, que entonces azotaba la economía española.

En esta ocasión, algunos de nuestros economistas han vuelto a dirigir sus miradas hacia la añeja cuestión de los costes de despido. Lo hacen para elaborar recomendaciones de política económica que solucionen dos problemas cruciales de nuestro mercado de trabajo: la alta volatilidad del empleo y la segmentación existente entre empleos temporales y empleos indefinidos. Su propuesta fundamental consiste en un contrato único en el que la indemnización por despido aumentaría con el tiempo de estancia en la empresa. Fueron muchos profesores de Derecho del Trabajo los que expresaron su opinión de que ese contrato contraviene el derecho a la tutela judicial efectiva y no discrimina entre despidos disciplinarios y despidos colectivos por causas económicas, aunque seguramente descausalizar el despido está en la esencia misma de la propuesta.

Urgido por el contexto financiero, el Gobierno afronta el mismo problema y toma una iniciativa en el diálogo social consistente, básicamente, en proponer una extensión del contrato de fomento de la contratación indefinida (más conocido por el contrato de 33 días de indemnización por año trabajado y 24 meses de tope) que anteriormente sólo podía beneficiar a determinados colectivos y que se pretende pueda extenderse a otros más con el beneficio de las bonificaciones. Y a ello añade una fórmula de penalización de los contratos temporales para tratar de mitigar la proliferación del pasado reciente (véase www.la-moncloa.es). Pues bien, lo primero que conviene recordar es que ese contrato fue pactado por los interlocutores sociales en 1997, lo que puede facilitar las cosas en esta ocasión. Por tanto, no es verdad, como hemos escuchado a la portavoz del PP, que ese contrato fuese una propuesta de su Gobierno. No fue así. Pactaron sindicatos y empresarios y pidieron al Gobierno que elevase el pacto a rango normativo, cosa que el Gobierno hizo en la ley 63/1997.

No obstante, la propuesta que el Gobierno somete a la consideración de los interlocutores sociales no gusta nada a los proponentes del contrato único, ni a quienes desde posiciones liberales demandan mayor autonomía de las empresas para ajustar plantillas cualquiera que sea la causa. Su desacuerdo, además, no se fundamenta en razones apoyadas por cifras, sino en criterios subjetivos sobre lo que puede o no puede provocar la contratación indefinida de trabajadores por las empresas. Por el contrario, valorando cifras, yo me quedo con el artículo de García Serrano y Malo («Los contratos indefinidos y sus costes». Negocios, «El País», 31.01.2010). Los datos de contratos indefinidos de toda la década y en particular los de 2009 permiten a estos profesores concluir que «los contratos indefinidos tienen una duración muy variable y no constituyen para los trabajadores que acceden a ellos una barrera de protección contra la salida del empleo».

Argumentos de esta naturaleza me llevan a una estadística de la OCDE (OECD. «StatExtracts. Strictness of employmant protection») que mide el nivel de rigidez o rigor global con el que la legislación protege el empleo, que, por si fuera poco, desagrega en tres componentes: protección de los despidos individuales, protección de los despidos colectivos y regulación de formas de empleo temporal. Pues bien, las cifras de España muestran una cuestión muy ilustrativa. Cuando lo que se computa son los dos primeros criterios (protección de los despidos individuales y colectivos), la cifra es muy similar a la de todos los países de nuestro entorno, y donde España da la nota (y de qué modo) es ¡en la protección de nuestra legislación a los contratos temporales!

Hay, por consiguiente, razones para defender la propuesta de reforma laboral del Gobierno, que ha de someterse a debate en el ámbito del diálogo social. ¿Cuál puede ser el resultado? Sería aventurado hablar de ello, aunque lo que parece inmediato sería extender los colectivos elegibles para la formalización de contratos de la ley 63/1997. Esa norma rebajaba a 33 días la indemnización, pero se aplica tan sólo a contratos de trabajadores desempleados comprendidos entra los 18 y los 29 años, parados de más de un año, mayores de 45 años y minusválidos, así como a trabajadores con contrato temporal que se convierta en definitivo. Obsérvese que quedan excluidos de este contrato de fomento de la contratación indefinida los trabajadores comprendidos entre los 30 y los 45 años. Lo razonable sería extender a este colectivo los beneficios de esta forma de contrato. Y, por supuesto, reordenar todas las bonificaciones de cuotas, tan sumamente gravosas para el erario público y que la Agencia Estatal para la Evaluación de las Políticas Públicas ha identificado como poco eficaces en el fomento del empleo. Llegados a este punto, tiene sentido la retórica recomendación que hacen los profesores Serrano y Malo: «Invitamos a los lectores a que echen las cuentas de cuánto supone despedir a un mileurista con contrato indefinido que lleve tres años en la empresa».

Este asunto del coste del despido y su inaplazable reducción es un mantra liberal que la economía española arrastra desde los albores de la democracia o, más exactamente, desde que el Estatuto de los Trabajadores se aprobó en el año 1980. Cualquier persona con una inquietud social e interés por estos temas laborales habrá seguido una polémica que ha sobrevivido a varios ciclos económicos, con sus fases de recesión y expansión. Hemos asistido a lo largo de décadas a la batalla por la flexibilidad del mercado de trabajo, que supuestamente resuelve los problemas de empleo y paro que endémicamente muestra la economía española. Más recientemente hemos asistido a un nuevo episodio en el que aparecen enfrentadas huestes universitarias de toda solvencia: el grupo de los 100 y el de los 700.

En todas estas polémicas, yo no he encontrado un solo argumento relativo a la justicia que conllevaría una u otra inclinación. Sin embargo, en «Animal Spirits», la reciente obra de Akerloff y Shiller, observo que la justicia merece la suficiente consideración como para ser incluida entre las motivaciones que determinan comportamientos y resultados macroeconómicos. Es una novedad que un texto de macroeconomía incluya un capítulo dedicado a la justicia, aunque lo haga con una suerte de excusa: «El exclusivo enfoque de la teoría racional conduce a una elegante presentación. Violaría las reglas formales de los libros de texto mencionar que algunos otros factores, al margen de la disciplina económica, son la causa fundamental de ciertos fenómenos económicos de importancia. Sería como eructar ruidosamente en una cena de fantasía. Eso no se hace».