La intervención de los gobiernos y de los agentes sociales es necesaria para corregir las disfunciones de los mercados de trabajo. Son mercados en esencia imperfectos, y dejarlos funcionar libremente genera situaciones de desigualdad, discriminación y exclusión que no son socialmente deseables. Esta intervención permite, además, cubrir los riesgos asociados con la pérdida de empleo, proveyendo un seguro que no son capaces de proporcionar los mercados financieros. También puede ayudar a que se produzcan otras formas de ajuste alternativas a la mera destrucción de empleo ante shocks de demanda, a que nuestra población activa se recicle y pueda adaptarse a los cambios tecnológicos o a que los parados, especialmente los de larga duración, no se desanimen y abandonen la fuerza laboral o su actividad formativa. En este sentido, la legislación sobre contratos y protección del empleo, la negociación colectiva, el seguro de desempleo y las políticas activas de empleo deben ser considerados como ingredientes básicos de nuestro Estado del bienestar. Estas instituciones y políticas se pueden combinar de una forma, más o menos óptima, en función de las exigencias económicas y sociales de cada momento. El problema surge cuando se mantienen combinaciones que no son capaces de responder a estas necesidades. Entonces, no sólo dejan de cumplir sus funciones, sino que, además, se convierten en factores agravantes en momentos de crisis, en parte responsables de una destrucción de empleo intensa y discriminatoria. El problema se agrava, además, cuando se constituyen como obstáculos para los retos que tendremos que asumir en la próxima década.

Nuestras instituciones laborales han sido muy útiles en el pasado. En un período tan delicado como la transición y la crisis de los años ochenta, permitieron que se modernizara nuestro mercado de trabajo y que se llegara a unos pactos que nos permitieron salir adelante. En aquellos momentos, se hicieron reformas que, sin duda, eran necesarias. Sin embargo, ahí nos quedamos, a medio camino con una regulación contractual empeñada en segmentar nuestro mercado de trabajo entre trabajadores de primera y segunda clase y con una negociación colectiva aún anclada en el pasado predemocrático. En consecuencia, nuestras políticas de empleo se han visto condenadas al despilfarro, debiendo corregir estas claras ineficiencias, en lugar de cumplir otras funciones que ayudasen a cambiar de modelo productivo. En las dos últimas décadas, hemos intentado corregir este desaguisado con sucesivas reformas, pero en vano. Nuestros agentes sociales no han estado por la labor. Demasiado cómodos con esta situación, han preferido defender el statu quo adquirido en los ochenta. Ninguno tiene intención real de erradicar la dualidad laboral, ni cambiar nuestro modelo de negociación colectiva, tan responsables de nuestra baja productividad y de nuestra alta tasa de paro.

Para unos, la flexibilidad externa que permite tener un amplio colchón de trabajadores temporales sigue siendo la fórmula de ajuste más barata. Para los otros, permite mantener las rentas del trabajador de primera clase al que realmente representa. Tampoco están por la labor los miles de profesionales implicados en la gestión de los millones de contratos y despidos que genera esta fórmula, ni los que asesoran en los miles de convenios colectivos sobre los que descansa. Sin embargo, esta situación no puede mantenerse de forma eterna. Pensar lo contrario resultaría de una miopía de grado extremo.

Las medidas utilizadas en el pasado para reducir la precariedad laboral se han mostrado claramente ineficaces; por ello nuestro modelo de reforma laboral debería considerarse caduco. Por otra parte, las restricciones presupuestarias que sufriremos durante largo tiempo nos obligan a renunciar a compensaciones a una u otra parte por posibles pérdidas de derechos y a concentrar todos nuestros recursos en dos objetivos básicos: (1) ayudar al cambio de modelo productivo, es decir, mejorar nuestra productividad en un contexto de envejecimiento galopante y de un cambio técnico que requiere de más formación, en una sociedad con claros déficit educativos y (2) ayudar a millones de parados, en especial, aquellos que lleven más tiempo en desempleo y que tengan más necesidad de reciclaje.

Por ello, esta reforma debería tener unos ingredientes irrenunciables. El primer ingrediente es la erradicación de la dualidad laboral legal entre trabajadores fijos y temporales, y la única fórmula eficaz sería la de un contrato único, ya sea con indemnizaciones crecientes con la antigüedad o similar al modelo austriaco. Mantener los contratos temporales, acercando sus indemnizaciones por despido con los indefinidos, sin duda, sería un avance. Sin embargo, no erradicaría la dualidad y supondría posponer los deberes para otra reforma laboral. Desde luego, sería especialmente perjudicial en estos momentos mantener los contratos temporales encareciéndolos, ya que sólo supondría poner frenos a la recuperación económica. El segundo ingrediente es la reforma de la negociación colectiva. Lo explicaron perfectamente esta semana en estas páginas los profesores Lorences y Rodríguez, por ello no me voy a extender. La reforma ha de ser profunda, pero, como depende de cambios en la legislación, no puede dejarse en manos de los agentes sociales, a riesgo de que, de nuevo, no lleguemos a buen puerto.

No menos cruciales son los cambios en el diseño de las políticas activas y pasivas del mercado de trabajo. Nuestro gasto en políticas activas por desempleado ha sido tradicionalmente bastante inferior (y en estos momentos aún más) a la media de los países de la UE. Pero, además, el tipo de políticas por las que hemos apostado también ha sido bien distinto: cerca de la mitad de este gasto se ha destinado a las subvenciones al empleo, en especial, al fomento de la contratación indefinida. Es decir, se ha dedicado a intentar compensar las deficiencias de nuestras instituciones laborales. La evidencia empírica disponible muestra que este tipo de medidas ni crean empleo ni consiguen una mayor estabilidad laboral, teniendo incluso efectos perversos en el ajuste entre empresas y trabajadores. Reorientarlas hacia los colectivos más jóvenes y hacia los parados de larga duración no sería una decisión acertada. Para los jóvenes sin formación, supondría reducir los costes laborales manteniendo los salarios, es decir, el abandono escolar seguiría siendo atractivo. Por el contrario, volver a una estructura de salarios mínimos por edades y poner en marcha un sistema formativo dual con una mayor implicación de las empresas podría mejorar notablemente la empleabilidad de los jóvenes. Medidas destinadas a la reactivación laboral de los parados de larga duración, en un marco de colaboración público-privada, no sólo en materia de orientación y recolocación, sino también de formación, se han mostrado en otros países como soluciones más eficaces que las subvenciones. Es tal el número de parados a los que se debería ayudar que sólo nos podremos centrar en aquellos con mayores dificultades de inserción, en especial los menos cualificados y los de más edad, y, sobre todo, deberemos adquirir la práctica de la evaluación rutinaria de la eficacia de estas políticas. En cuanto a las políticas pasivas, también es necesario rediseñar el sistema de protección por desempleo, vincularlo en mayor medida a los esfuerzos de búsqueda y formación y desligarlo de las políticas de jubilación anticipada.

Estamos claramente en una encrucijada, una nueva oportunidad, pero no una oportunidad cualquiera, esta vez nos podemos condenar al ostracismo y a la apatía económica durante un largo período. Al margen de las presiones actuales de los mercados financieros y de nuestros socios comunitarios, hace tiempo que nuestros gobiernos, especialmente éste y el anterior, debían haber actuado fijando las bases para modernizar nuestras instituciones laborales y para mejorar la eficacia de nuestras políticas de empleo. No lo hicieron, en parte por temor a unos agentes sociales cada vez menos representativos. Indudablemente, éstos también se tienen que renovar para volver a ser útiles y protegernos de los vaivenes de los mercados.