Oviedo,

Javier CUARTAS

El primer acuerdo de Basilea (un pacto normativo internacional para reforzar y regular la estabilidad y solvencia del sector financiero) nació en 1988 y duró dieciséis años. El segundo surgió en 2004 y entró en vigor en 2007. Sólo tres años después ya tiene sustituto. La crisis económica internacional, la más feroz desde 1929, se ha llevado por delante el acuerdo Basilea II, al igual que ha hecho con grandes instituciones bancarias, numerosas empresas, algunos sectores productivos, 30 millones de empleos en el mundo, las cuentas públicas de no pocos estados y algunos gobiernos.

El marco regulatorio bancario internacional empezó a refundarse en diciembre. Ahora, los gobernadores de bancos centrales y autoridades monetarias de las mayores economías del mundo han alumbrado un nuevo pacto, denominado Basilea III, que aumenta los requerimientos de capital en cantidad y calidad, es más exigente con el endeudamiento bancario, impone mayores requisitos de liquidez y promueve nuevas dotaciones preventivas («colchones») a las entidades financieras.

Basilea III, que se prevé aprobar en noviembre en la cumbre del G-20 en Seúl, aún precisa concreciones y precisiones, y su entrada en vigor no será inmediata, sino gradual (entre enero de 2013 y diciembre de 2018). Pese a ello, y aunque han sido atenuados en los últimos meses algunos de sus términos iniciales, parece haber consenso en que Basilea III supondrá un avance en el propósito de prevenir y dificultar futuras catástrofes financieras como la que se produjo hace ahora dos años tras el derrumbe de Lehman Brothers.

Bajo el auspicio del Banco Internacional de Pagos de Basilea (BPI oBIS), con sede en Basilea (Suiza), una institución creada en 1930 y que actúa como «banco central de los bancos centrales», este tercer gran acuerdo para la regulación bancaria internacional ha acabado decantándose por una vía intermedia entre las posiciones antagónicas de dos grandes bloques de presión: mientras EE UU y Reino Unido alentaban un acuerdo más duro y de implantación más rápida, Japón y Alemania abogaron por una regulación más liviana y a más largo plazo.

Japón y Alemania están preocupados por la debilidad de sus bancos, lo que los obligará a un mayor esfuerzo para cumplir con los nuevos requerimientos. EE UU, que fue el origen de la crisis financiera internacional, ha hecho del control de la banca uno de los discursos más recurrentes de Barack Obama. Alemania defiende el ajuste severo de las cuentas estatales, por lo que toda la esperanza de salida de la crisis pasa por el relanzamiento de la actividad privada con el acceso a crédito abundante, mientras que EE UU aún sostiene la necesidad de mantener los estímulos públicos. Todo ello configura posiciones de partida diferentes.

Los mayores requerimientos de capital y exigencias de solvencia a la banca tienen cuatro posibles contrapartidas que se han querido limitar: una menor rentabilidad de los bancos y menor pago de dividendos, con su consiguiente efecto bajista sobre las bolsas; el endurecimiento de la actividad crediticia a empresas y familias (las mayores exigencias reducen las posibilidades prestamistas de las entidades); el encarecimiento de los créditos y la eventual venta de participaciones empresariales por parte de bancos y cajas para generar recursos con los que atender las nuevas exigencias normativas, lo que tendría un efecto sobre las cotizaciones pero también sobre la estabilidad societaria de algunas compañías y sectores.

Extremar estos efectos se vio inconveniente cuando no está garantizada la recuperación económica y cuando, además, a este lado del Atlántico se ha optado por frenar de forma abrupta el gasto público. En EE UU, a la inversa, aún no se ha hecho y además el sector productivo no depende tanto de la financiación bancaria porque allí es mucho más habitual que en Europa acudir a la Bolsa en busca de recursos.

En defensa de sus posiciones más templadas, Europa continental y Asia recordaron a EE UU y Reino Unido que de la crisis financiera internacional fue tan culpable la laxitud de las normas regulatorias como la indulgencia de la supervisión bancaria de ambos países.

El nuevo código de disciplina bancaria que nace de la actual crisis tampoco parece resolver todos los problemas. Aunque aún quedan aspectos por precisar, algunos analistas ya han echado en falta una actuación sobre los llamados vehículos de inversión estructurada (SIV), es decir, los mecanismos que permitieron a la banca internacional sacar de su balance y ocultar a la regulación bancaria no pocas operaciones que dieron origen al desastre. Estas actuaciones, que en el caso español fueron prohibidas por el Banco de España, propiciaron el «empaquetado» de «hipotecas basura» y otros activos de riesgo en los CDO (obligación de deuda colateralizada), con los que el virus se diseminó por el mundo. El aparcamiento de operaciones en los SIV permitió además a la banca seguir dando crédito por encima de los límites de prudencia.

Queda también la incógnita de lo que se denomina arbitraje regulatorio: los bancos eran exonerados de dotaciones cuando invertían en deuda pública con la máxima calificación crediticia pero, bajo esa excusa, acabaron comprando también otros productos que, aunque gozaban del máximo «rating», eran tóxicos.

Se ha alertado también de cierta indefinición en cómo contabilizarán las participaciones empresariales y si estas inversiones consumirán capital y cuánto; en la determinación de los niveles de liquidez exigidos y de endeudamiento máximo tolerado, y también en la definición de los activos de «riesgo ponderado» en virtud de los cuales se calculará la solvencia. Tampoco queda claro, se ha dicho, cómo se actuará en el caso de las entidades «demasiado grandes para caer» (aquéllas cuyo derrumbe incorpore un riesgo sistémico) cuando incurran en flagrante incumplimiento.

Con todo, ha habido una generalizada aprobación al avance que supone Basilea III en la prevención de nuevas crisis financieras.

El acuerdo aumenta el nivel mínimo de capital de máxima calidad o «capital básico» («core capital»), integrado por capital social (acciones) y reservas (beneficios no repartidos), que deberá pasar del 2% sobre los activos ponderados por riesgo al 4,5% en 2015. Además se prevé una provisión adicional («colchón de protección») de otro 2,5%. Con ello, en 2018 el «core capital» deberá situarse en el 7%. Quienes no lo hagan no podrán repartir beneficios.

Otro parámetro de solvencia menos exigente, el llamado «Tier 1», que incluye capital, reservas y otros títulos como las participaciones preferentes, deberá pasar del 4% al 6%. Si se suma el «colchón» adicional, esta ratio llegará al 8,5%. Se prevé que las autoridades nacionales puedan incorporar una provisión anticíclica (análoga a las alabadas «provisiones anticíclicas» españolas) de otro 2,5%. Y en el «Tier 2», que incorpora otros activos de menor calidad, la exigencia llegará al 10,5%.

Con todo ello se persigue que bancos y cajas dispongan de recursos propios suficientes para afrontar futuras crisis económicas sin precisar de cuantiosos rescates públicos como los que se han producido en algunos países en la primera gran recesión del siglo XXI. Pero ello, con independencia del acierto de la norma, precisará de crecientes mecanismos de supervisión y de adaptación regulatoria a la evolución del sector. Porque la innovación en la ingeniería financiera seguirá siendo un impulso imparable.