Pregunten a los gochos. Suele ser mi primera respuesta irónica a la pregunta de por qué Alemania va tan bien, refiriéndome al escándalo de miles de cerdos alimentados con piensos contaminados por dioxinas. La mayoría de los economistas se ha convertido en meros ideólogos sin capacidad de explicación, dando previsiones erróneas y proponiendo las recetas neoliberales de siempre que, además, dan resultados adversos. A las economías no se las entiende mediante modelos de mercado más o menos perfectos, sino sólo analizando las instituciones y sus trayectorias, la inmersión de la economía en una sociedad. Algunos llegaron incluso a formular disparates, como que los recortes sociales del Gobierno de Schroeder de 2003/04 surtan sus efectos positivos ahora y, por lo tanto, Zapatero debería seguir el mismo guión. Hay que ser cínico, además de ignorante, para tal propuesta.

La economía alemana contradice la mayoría de los tópicos de la ciencia económica. No es una economía de servicios, sino industrial (los servicios se desarrollan alrededor de un fuerte núcleo industrial); no es una economía de nuevas y altas tecnologías, sino de sectores de tecnología media; no es una economía liberal sino una muy regulada; es una economía con costes salariales e impuestos relativamente altos; es una economía con sindicatos influyentes y mucha intervención pública. Alemania no deslocalizó las partes más intensivas en mano de obra a países de bajo coste para centrarse exclusivamente en actividades muy sofisticadas de I+D y diseño, sino que mantiene sectores industriales integrales concentrados en su territorio.

Pero vayamos por partes. El supuesto milagro alemán implica un efecto estadístico debido a la fuerte caída del PIB anterior. Durante dos décadas, Alemania figuraba en la opinión pública como el paciente enfermo de Europa con altos gastos sociales y costes laborales, un mercado laboral muy rígido y estructuras corporativistas con una amplia participación de los agentes sociales en la gestión pública. Desde 1993, las tasas de crecimiento eran inferiores a la media europea, el déficit público subía por encima del 3% del PIB establecido en el Pacto de Estabilidad europeo y la tasa de paro llegó a superar el 10 por ciento en 2005. El diagnóstico parecía evidente: había que recortar y liberalizar.

La realidad, sin embargo, fue otra. A partir de la unificación, Alemania salió de los ciclos económicos del resto de Europa, primero con un «boom» artificial y después con una larga y difícil integración del los nuevos länder del Este. Los enormes costes de la unificación económica, todavía no completada, requerían un endeudamiento de las administraciones y el desarrollo de una gran variedad de políticas activas de empleo, formación y reciclaje profesional. En cierta medida, el actual crecimiento es el resultado estadístico del bajo crecimiento del pasado y un indicador de una lenta normalización de la economía alemana después de veinte años de una economía excepcional en proceso de reunificación.

Las estadísticas también ocultan la ininterrumpida fortaleza de la industria occidental alemana, líder mundial en exportaciones y en aumento de productividad durante todo este tiempo. Esta fortaleza tiene un fundamento en unas relaciones laborales cooperativas y la participación activa de los sindicatos en la gestión de las empresas. Los sindicatos obligaron a las empresas a renunciar a la flexibilidad externa (libertad de contratación y despido) y negociaron una amplia gama de medidas de flexibilidad interna con cuentas anuales de horas de trabajo, sistemas variables de jornada laboral y el famosos «trabajo corto» (Kurzarbeit), una reducción temporal del tiempo de trabajo durante la cual el Instituto Nacional del Empleo subvenciona el 60% del salario de las horas no trabajadas. El Kurzarbeit fue implementado por primera vez en las primeras crisis del sector minero en los años 1950. El Inem alemán también subvenciona medidas de formación continua y reciclaje profesional. Mediante convenios colectivos sobre todas estas medidas, alrededor de tres millones de puestos de trabajo han sido salvados durante la crisis. Esta mano de obra retenida fue la base para la acelerada recuperación en el momento del repunte económico.

En términos de crecimiento del PIB, la crisis afectó a Alemania incluso más que a España, con una caída de 4,7% en 2009 y una reducción de las exportaciones en más de 14%. Pero mientras en España la destrucción del empleo fue aún superior al decrecimiento del PIB, en Alemania se mantenía el empleo. Para simplificar: un empresario alemán invierte en épocas boyantes en nuevos equipamientos y tecnologías para mejorar la productividad y la competitividad de sus productos, y pacta con el sindicato medidas de reducción de la jornada y de formación continua en tiempos de crisis para mantener su mano de obra cualificada. Un empresario español, en cambio, contrata en épocas boyantes mano de obra barata de forma temporal sin mejorar ni productividad ni competitividad, para después, en tiempos de recesión, despedir masivamente y aprovecharse de la situación para exprimir aún más a sus empleados. Así aumenta en Alemania la productividad en tiempos de crecimiento y baja durante la crisis, al revés que en España. Mientras Alemania redujo drásticamente la jornada laboral durante la crisis, ésta, en España, incluso aumentó debido a que los pocos que quedaban tenían que trabajar incluso más que antes.

En la década anterior a la crisis, los costes laborales nominales por unidad producida crecieron en España un 30% (igual que en Grecia y Portugal). En Alemania el aumento fue de un 1,8% (la media europea fue 18%). La tasa de inflación fue en España constantemente superior a la media europea; en Alemania fue inferior, lo que implica una ganancia relativa en competitividad, porque los productos alemanes se abaratan frente a sus competidores europeos. En fin, mientras España se emborrachaba de una burbuja con dinero fácil, Alemania sufría la modernización constante de su base productiva y la costosa incorporación de la economía del este.

Industrias como la de construcción de vehículos y de maquinaria, la química, la electrotécnica, instrumentos de medicina, aparatos ópticos, protección del medio ambiente, etcétera, compuestos por una variedad de grandes y medianas empresas y orientadas al liderazgo internacional, constituyen el fundamento de la fortaleza económica alemana; una fortaleza que resiste incluso las malas políticas económicas de los gobiernos. Frente a la recesión de las principales economías desarrolladas, reorientaron sus estrategias de exportación hacia los mercados emergentes, con China a la cabeza, lo que permitió la pronta recuperación frente al estancamiento de otros países europeos.

Un ejemplo de los efectos negativos de las políticas desreguladoras del pasado es el sector financiero. Afortunadamente, Alemania no vivió ninguna «burbuja inmobiliaria», pero sí lleva dos décadas de «reformas de fortalecer los mercados financieros», el eufemismo oficial para medidas de desregulación y reducción de control. El resultado de tales reformas es que los bancos y cajas alemanas, después de décadas de éxito y solidez, abandonaron su modelo de bancos industriales con estrechas relaciones con las empresas, basadas en la cooperación a largo plazo, para convertirse en bancos de inversión y participar en los mercados de derivados y otros productos financieros opacos, supuestamente innovadores y con altos márgenes de beneficio. Se crearon entidades paralelas fuera de contabilidad y control para dedicarse a la especulación y el comercio con estos nuevos productos financieros. Cuando estalló la crisis financiera, estos productos se revelaron como «tóxicos» y el Gobierno alemán ha gastado ya unos 50.000 millones de euros en rescatar varios bancos y cajas.

Otro efecto negativo de las políticas del pasado es la creciente dualización del mercado laboral. Las reformas de comienzos del siglo han creado un creciente sector de empleos de baja remuneración, poca cualificación y precariedad. Este sector no sólo genera problemas de cohesión social, sino que además no se incorpora en el crecimiento actual, y la economía alemana lamenta la carencia de mano de obra cualificada. Alemania sufre el debilitamiento de sus sistemas educativo, formativo y de investigación, resultado de recortes del gasto público ahí donde no se debería recortar pero donde resulta más fácil por la reducida capacidad de contestación social.

El «milagro alemán» es, por lo tanto, consecuencia de las fortalezas tradicionales de la industria y de las relaciones laborales alemanas y no tiene nada que ver con las supuestas reformas de principios del siglo. Finalmente hay que insistir en una cosa: si mi enfoque institucional del análisis económico es correcto, la creación de un gobierno económico europeo es urgente. Una zona euro con moneda y tipos de interés comunes, donde uno exporta mercancías y paro a sus vecinos y otro se endeuda para vivir de cuentos y burbujas, no puede funcionar mucho tiempo.