Oviedo, Marcos PALICIO

José Piñera lanza el órdago directamente desde el encabezamiento de su cuenta de Twitter: «El sistema de pensiones de capitalización fue creado en Chile en 1980, lo han seguido ya treinta países y es la solución a la crisis en Estados Unidos y Europa». El economista chileno, hermano del presidente de la República y descendiente por vía paterna de asturianos de Libardón (Colunga), defiende y difunde con esta rotundidad el modelo de privatización de las pensiones que funciona en su país hace treinta y dos años y que él ideó. José Piñera Echenique (Santiago de Chile, 1948), ministro de Trabajo y de Minería en los gobiernos del dictador Augusto Pinochet, fundador y presidente del Centro Internacional para la Reforma de las Pensiones, es el ideólogo, el «padre» y principal valedor de un paradigma que presenta como alternativa a los patrones «de reparto», como el español y que, en esencia, supone la renuncia al sistema público a cambio de generalizar el mecanismo chileno, algo así como un plan de pensiones obligatorio gestionado por una red de empresas privadas, las administradoras de fondos de pensiones (AFP). «Un seguro de vida social» en la definición del economista salense Juan Velarde Fuertes.

Tal como lo explica Piñera, en Chile «lo que determina el nivel de la pensión de un trabajador es el capital que éste acumula durante su vida de trabajo». Frente a la «caja común» del reparto, donde los ocupados mantienen a los jubilados, en la capitalización cada trabajador cotiza sólo para sí mismo. A lo largo de su vida activa, el obrero chileno va acumulando un diez por ciento de su salario en una cuenta de retiro personal, con la opción de duplicar el porcentaje si desea jubilarse prematuramente o tener una pensión más alta. Cada ciudadano escoge su AFP, cada una de éstas administra cinco fondos de inversión y el trabajador elige en cuál de ellos quiere tener su capital, toda vez que las compañías invierten «en una cartera altamente diversificada de valores». Para quien no pueda contribuir lo suficiente existe asimismo la posibilidad correctora de una pensión mínima, financiada, ésta sí, por el Estado con cargo a «recursos tributarios generales».

Como el sistema chileno ha sido exportado desde los lejanos ochenta a treinta países -la mayor parte de América Latina y Europa del Este-, Piñera lleva tiempo convencido de que su sistema esconde la solución para la crisis financiera del mundo occidental. Y esta tesis no es de ahora. En 1996, a instancias del Círculo de Empresarios, escribió y presentó en Madrid «Una propuesta de reforma del sistema de pensiones en España», una publicación que a través de la proyección de datos demográficos y magnitudes macroeconómicas concluía que el modelo de subsidios español estaba «abocado a la quiebra» y que el suyo era ya entonces la solución más rentable. El documento es un panegírico de las ventajas de la capitalización individual frente al sistema de reparto, centradas de entrada en que con la filosofía del «tanto aportas, tanto cobras» su modelo consigue «la indispensable conexión entre esfuerzos y beneficios, aspecto clave para asegurar la acción responsable de los individuos». Frente al paraíso de la capitalización, el infierno del reparto, donde Piñera ve «una falla fundamental, originada en una concepción errónea del comportamiento humano: destruye el vínculo entre contribuciones y beneficios o, en otras palabras, entre responsabilidades y derechos». Según las tesis de Piñera, enunciadas muy someramente, entre las virtudes del sistema figura la elevación de la cuantía de las pensiones y el fomento del empleo, en la medida en que se reducen los gastos de contratación para el empresario.

Ahora que la crisis hace que el debate se vuelva pertinente, la adaptación del sistema a la realidad española del siglo XXI encuentra discrepancias entre los economistas, pero concita un reparo común: la imposibilidad de abordarlo en el corto plazo por el escollo que supondría el coste de la transición de un modelo a otro. En España, rememora Juan Velarde, esta posibilidad la planteó por primera vez José Barea «en tiempos de Felipe González, pero nadie le hizo caso». Según su criterio, «cuando se puso en marcha el modelo de reparto, a comienzos de los sesenta, daba la impresión de que iba a funcionar porque teníamos pleno empleo, una población muy joven y un número de pensionistas pequeño. Desde entonces, sin embargo, diversos economistas han sostenido que sería necesario tratar de pasar a un sistema de capitalización, con plena conciencia de que hacerlo de golpe es absolutamente imposible. Sería monstruoso. ¿De dónde vendría el dinero para atender a todos los pensionistas actuales?».

El problema es que, sabiendo eso, también habría que aliviar el sufrimiento derivado de lo que Velarde llama «la herencia del sistema de reparto». El legado envenenado, esta evidencia de que «hay que andar con mucho cuidado con los aumentos de gasto en pensiones, porque los van a tener que pagar o bien el Estado, con lo que aumenta el déficit del sector público, o los empresarios, con lo que se incrementan los costes y baja la competitividad». Por eso afirma que tal vez «haya que imaginar el paso a otro sistema, con la particularidad de que va a llevar años». Mientras tanto, no le parece mal la pequeña corrección del viernes, la renuncia a la revalorización de las pensiones con arreglo a la inflación. «De momento, todo lo que se puede hacer es lo que se acaba de hacer», afirma. Las reformas estructurales llevan más tiempo.

En Chile pudieron, matiza Velarde, «porque casi no había un sistema de pensiones». Pero aquí la realidad lo complica todo. «Si partiéramos de cero», le acompaña Ángel de la Fuente, investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), «la capitalización tiene ventajas porque fomenta el ahorro. Pero no partimos de cero. El problema es la transición, que hay que seguir pagando las pensiones a los mayores a la vez que se ahorra para pagar las de los jóvenes en el futuro. Y con la situación demográfica actual de Europa sería prácticamente imposible. No hay manera de pagarlo».

Francisco Blanco, profesor de Hacienda Pública de la Universidad de Oviedo, añade otra objeción esencial, y es que puede que el modelo privado no resista una crisis. «Es muy arriesgado», afirma, «porque depende totalmente de la rentabilidad de los fondos invertidos. Habrá años en que vaya bien, pero también hay crisis y caídas de la Bolsa y en esos casos puede generar pérdidas enormes. Cabría la posibilidad, por ejemplo, de que alguien que se jubilara ahora lo hiciera con una pensión tres veces menor que el que lo hizo en 2007». Blanco, que estudió el modelo chileno en su tesis doctoral, concluye que el reparto resulta más estable, que «no depende tanto de los mercados financieros como de un acuerdo muy sólido entre generaciones» y que la capitalización puede ser además «ineficiente», porque genera «gastos de administración muy superiores a los del modelo público. En éste, un único sistema gestiona todas las pensiones; en aquél, hay muchas empresas que compiten entre sí, con elevados costes de comercialización y marketing y altas comisiones que se cobran al usuario».