La encuesta de población activa (EPA) del primer trimestre de 2013 muestra que el mercado de trabajo español sigue adentrándose en territorio inexplorado, con una tasa de paro que alcanza el 27,16%. El crecimiento del desempleo ya no se explica por el aumento de la población activa, que se contrae en 235.300 personas en términos interanuales, sino por la destrucción neta de puestos de trabajo. Como indicaban en estas páginas las profesoras Begoña Cueto y Patricia Suárez, España se ha convertido en una trituradora de empleo real. No se trata de que se acumulen nuevos demandantes de trabajo a los cuales resulta imposible absorber, sino que se destruye empleo existente y antes estable.

En los últimos doce meses el empleo se ha reducido en 798.500 personas y se registra un retroceso del número de ocupados que nos sitúa en niveles de hace once años. El desempleo, además, se desborda a perfiles laborales y sectores de actividad que tradicionalmente han tenido un empleo resistente, como la empresa industrial o el sector público. Los datos son de absoluta emergencia.

Y todo ello a pesar de la reforma laboral de 2012, diseñada bajo el convencimiento de que nuestro mercado laboral es ineficiente porque sus reglas son malas y que estas ineficiencias muestran su cara más dramática en situaciones de crisis, cuando contribuyen a destruir empleo. Algo que tiene mucho de cierto. Pero de ahí a que el cambio haya sido a mejor hay un buen trecho. A un año vista, los efectos de la reforma sobre nuestro mercado de trabajo son muy negativos. Se ha erosionado la seguridad de los puestos de trabajo estables y no se ha hecho nada con el resto. Hay mucho menos empleo y es más precario.

Aunque el Gobierno, empujado por Bruselas, siga defendiendo la idoneidad de la reforma y señale que, ante un eventual cambio de coyuntura económica, ésta contribuirá al crecimiento de la contratación y a la recuperación del empleo, lo cierto es que este tipo de afirmaciones se mueve más entre el deseo y la promesa. Porque lo que verdaderamente tendrá capacidad para crear empleo en un futuro, si la incertidumbre se despeja, será la inflexión del ciclo económico y la recuperación de la demanda en el mercado de bienes y de servicios. Y la reforma, con sus efectos depresivos sobre la economía, no ayuda precisamente a ello.

Las reglas del mercado de trabajo no crean empleo. Al menos, no por sí solas. Orientan, eso sí, el tipo de empleo del que se dispone o que se pueda crear, más robusto o menos resistente. Parecía un suicidio precarizar el empleo en una coyuntura de fuerte contracción económica. Y así ha sido.

Pese a todo, hay una lógica detrás de la receta con la que Bruselas nos martillea y en la que insiste que profundicemos. Afirma que la reducción de los costes laborales ayudará a la economía española a recuperar competitividad frente al exterior, corregirá los desequilibrios de los sectores de actividad en estado comatoso y, a través de un ajuste de los precios en el mercado de trabajo, favorecerá la creación de empleo. Con un precio más bajo del trabajo, tanto en la contratación como en el despido, se reducirá la aversión del empleador a asumir costes en forma de empleo y se incrementarán los incentivos para contratar más trabajadores.

Las premisas parecen correctas y el razonamiento impecable, pero, una vez trasladado a la realidad, no funciona. Más allá de la existencia de externalidades negativas, como el hecho de que la reducción de salarios contrae el consumo y deprime el mercado interno, la bajada de salarios, por sí sola, no creará empleo.

La trampa de este razonamiento se encuentra en la presunción de una serie de expectativas de comportamiento del empleador ante la disyuntiva de contratar o no más empleo. El problema fundamental es que, en realidad, la decisión de incorporar más trabajadores por parte del empresario no depende, en primer lugar, del precio del trabajo. Depende de la existencia de una demanda en el mercado de bienes y servicios que haga razonable asumir el riesgo de adquirir más empleo.

El factor trabajo es fundamentalmente un coste y sólo la expectativa de un mayor beneficio respaldado por la existencia de esa demanda puede proporcionar al empleador un incentivo que le haga renunciar a su margen de ganancia para adquirir más empleo. De otra forma estaríamos olvidando que el objetivo de todo empresario es obtener el máximo rendimiento posible de su capital, incluido aquel que destina a comprar trabajo.

El cálculo es perfectamente racional. La contratación de empleo se convierte en una posibilidad a considerar cuando no es posible atender la demanda de productos a través del incremento de la productividad por unidad de trabajo disponible. Sólo entonces se hace lógico contratar. Es también entonces cuando cobra importancia el precio al que se puede adquirir más trabajo.

El principio de destrucción creativa en materia de empleo es bastante peligroso, como bien están notando las cuentas de la Seguridad Social. Degradar los salarios tiene consecuencias negativas sobre el consumo y la productividad y hace descansar la competitividad que se pueda recuperar sobre unas bases extremadamente frágiles. Además, dado que nuestros vecinos del norte de Europa, a quienes vendemos la mayor parte de lo que producimos, también se están acatarrando, no ofrece una solución fiable ni siquiera a corto plazo. Por eso se hace imprescindible repensar las reglas de nuestro mercado de trabajo. De inmediato. Aunque sabiendo que este ejercicio resultará incompleto si no se acompaña de medidas que ayuden a reactivar la demanda. Quizás ahora que se cuartean los consensos académicos y políticos sobre la austeridad sea el momento preciso para insistir en ello.