El precio de los hidrocarburos ha venido aumentando prácticamente de modo continuo desde el inicio del actual siglo y, dado que se está a punto de alcanzar, o ya se ha alcanzado, según algunos autores, el máximo de extracción del petróleo y de gas (a partir del cual la producción irá en declive), es previsible que el precio mantendrá esta tendencia ascendente en el futuro, agudizada por el aumento del consumo a nivel mundial. El «fracking» (fracturación hidráulica), que es la técnica utilizada para la explotación de gas y petróleo no convencionales, se inscribe en este contexto y sus promotores la presentan como una alternativa energética para las próximas décadas. La fracturación hidráulica consiste en inyectar, por medio de un sondeo, agua mezclada con arena y aditivos químicos a alta presión -que pueden permanecer en el subsuelo- con el propósito de fracturar las rocas para aumentar la permeabilidad y así liberar el hidrocarburo almacenado y hacerlo fluir hasta la superficie. Se trata de una técnica nacida en los Estados Unidos y que en los últimos años se está extendiendo con gran controversia en Europa, pero también en Norteamérica, donde está siendo objeto de críticas, siendo, de hecho, los turbios intereses económicos en torno a él el argumento de un reciente filme dirigido por Gus Van Sant y protagonizado por Matt Damon, «Tierra prometida».

Las críticas que se hacen a esta técnica se fundamentan en una serie de impactos y riesgos para la naturaleza y la salud humana, como son: contaminación de acuíferos, escapes de gas a la atmósfera, utilización de productos químicos agresivos, excesiva ocupación del espacio con un enorme impacto sobre el paisaje, pequeños seísmos, etcétera. A estas críticas, los defensores contestan señalando que todas ellas constituyen un riesgo que la sociedad puede asumir, ya que muchos de esos posibles impactos se deben a errores que pueden ser subsanados mejorando aún más la técnica extractiva y los controles públicos sobre el proceso; según ellos, en países como el nuestro, esta técnica podría significar una cierta independencia energética de la que ahora carecemos y, añaden, además, que al ser el gas un combustible de menor emisión de gases de efecto invernadero que el carbón, puede ser la alternativa para el período de tránsito a un sistema energético descarbonizado.

A comienzos del siglo XX la extracción de petróleo y gas se realizaba con poco trabajo y pequeña inversión energética, pero a medida que estos campos se fueron agotando y se comenzaron a explotar otros menos permeables y más profundos, la cantidad de trabajo y energía requeridos para extraerlos fue aumentando. En estos yacimientos el gasto energético necesario para obtener una unidad de energía (lo que los especialistas calculan mediante la tasa de retorno energético) es cada vez más alto. Seguir insistiendo en extraer más gas y petróleo, aunque sea costosísimo, cuando existen fuentes de energía renovable más eficientes, resulta un absurdo económico y medioambiental, pero como dice Nafeez Mossadeq sobre el «fracking», «¿y si esta revolución no fuera sino una burbuja especulativa a punto de estallar?». Investigaciones recientes demuestran la falacia del argumento utilizado por la industria del «fracking» de que el gas extraído de este modo pueda sustituir al carbón en la generación eléctrica y mitigar así el cambio climático; la realidad es que ocurre justamente lo contrario, debido a que, si bien la combustión de gas metano genera menos CO2 que la de carbón, las fugas de este gas durante su extracción por «fracking» son considerablemente más nocivas desde el punto de vista del cambio climático, debido a que tiene un efecto invernadero considerablemente mayor que el dióxido de carbono desprendido por la quema de carbón en las térmicas.

No deberíamos derrochar recursos humanos ni financieros en actividades sin futuro, como es el «fracking», porque son necesarios para afrontar la obligatoria reconversión de nuestro sistema económico en el marco de la sostenibilidad. Invertir en investigación sobre energías renovables y reducir nuestros consumos de materia y energía son las únicas opciones para abordar seriamente la crisis económica y medioambiental que padecemos. Continuar con el modelo energético actual es una huida hacia adelante que sólo puede beneficiar a una mínima parte de la sociedad que tiene en él claros intereses económico-corporativos.