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El alemán impasible

La mayor potencia europea se resiste a dinamizar la economía con más inversión y gasto para forzar a la periferia a converger con los cánones de los países centrales

Los organismos multilaterales FMI y OCDE, el Banco Central Europeo (BCE) y otros actores internacionales reclaman una mayor contribución de los estímulos fiscales para apuntalar y acelerar la recuperación, y señalan a los países con mayor margen -en una inequívoca referencia a Alemania, entre otros- para que reactiven el gasto y la inversión públicos (las políticas expansivas que los países del G-20 practicaron entre 2008 y 2010) como contribución necesaria al crecimiento una vez constatado que la política monetaria ultraofensiva está agotando su recorrido y que el avance global se debilita. Christine Lagarde, directora-gerente del FMI, apeló a Berlín de forma explícita por vez primera el pasado jueves.

Alemania, la mayor potencia europea, con saldo fiscal positivo y superávit por cuenta corriente, y cuyo Tesoro se financia a tasas negativas en plazos de hasta diez años, se mantiene impasible -salvo alguna concesión al socio socialdemócrata del Gobierno- en su defensa de las políticas de oferta y no de las de demanda para la salida de la crisis y la superación de las graves fallas en el diseño de la arquitectura institucional de la zona monetaria.

Algunos analistas atribuyen la posición alemana a una rémora histórica, consecuencia del trauma colectivo que emana de la infernal espiral hiperinflacionaria que vivió el país en los años veinte, durante la República de Weimar, y que supuso el empobrecimiento de las clases medias y favoreció el ascenso del nazismo.

Sin embargo, y sin perjuicio de la influencia del pasado en la determinación de las actitudes y los valores, la posición alemana responde más a un análisis del presente y del futuro que a una visión retrospectiva.

La crisis soberana que azotó a la eurozona a partir de 2010 -al cabo de dos años de la Gran Recesión-, y que llegó a cuestionar la continuidad de la moneda única, puso de manifiesto -tal y como había advertido Alemania cuando se constituyó el euro- la insostenibilidad de una unión monetaria si no se la dota de una unión fiscal y política. La vulnerabilidad -ahora atemperada por la insólita ofensiva del BCE desde 2012- sigue latente y volverá a ponerse de manifiesto -acrecentada porque las deudas públicas continúan al alza- cada vez que se produzca un "shock" o perturbación asimétrica, que impacte sólo en algunos Estados miembro o que lo haga de forma diferente en el conjunto de los países, irrevocablemente unidos por un sistema de tipos de cambio fijos, que no permite acometer devaluaciones monetarias individuales.

Opciones. La crisis del euro planteó, en el momento crítico de la máxima tensión soberana, tres opciones monetarias (la continuidad el euro, su desaparición o su desdoblamiento en dos monedas: una, para los países del Norte y otra, para los del Sur) y una disyuntiva en el proyecto común: optar por más Europa o por menos.

Los 19 países del área monetaria (incluida la Grecia de Syriza) apostaron por la moneda única y las 28 economías de la UE (con la salvedad del Reino Unido en el referéndum del 23 de junio) se comprometieron (la última vez, el 16 de septiembre en Bratislava) a profundizar en una unión "cada vez más estrecha".

Decididos a seguir adelante con la moneda única, y constatado que el futuro del euro está comprometido si no se le dota de los mecanismos y las estructuras propias de un área monetaria óptima -como sostuvo Alemania cuando se creó la divisa-, el debate que se dirime de forma subrepticia -pero decisiva- en la controversia sobre las políticas de salida de la crisis es qué modelo de unión monetaria se quiere.

Desequilibrios. La crisis ha demostrado que el euro sólo sobrevivirá si se achican los desequilibrios internos y las dinámicas divergentes, salvo que se incorporen instrumentos de transferencia que, como ocurre en los estados, corrijan mediante la solidaridad las disparidades territoriales y que permitan atenuar las enormes diferencias de productividad, de estructuras productivas, de patrones de crecimiento y de grados de desarrollo en virtud de los cuales unos países precisarían un euro fuerte y otros, un euro débil.

La unión fiscal y política que en su día reclamó Alemania, y que podría hacer conciliable una Europa heterogénea, supondría una colectivización de facto de deudas y lastres, y Alemania, que supone el 25% de la eurozona y cuyos ciudadanos han sufragado el 29% de los recursos destinados al rescate de países socios, sería el principal sostén de débitos ajenos, y sin garantía de que no se sigan generando. Por consiguiente, Alemania quiere salvar el euro pero no con cualquier modelo. Y a toda concesión mutualizadora antepone la armonización previa.

Esta es la razón por la que las autoridades alemanas están postergando la emisión de eurobonos, la creación del fondo único de garantía de depósitos bancarios y la constitución del seguro europeo de desempleo, entre otras iniciativas para culminar la construcción europea, y es también la causa de que traten de limitar la tenencia de deuda estatal por la banca y de que se opongan a la expansión monetaria del BCE (una colectivización de deudas públicas y privadas) y se resistan a las políticas de gasto.

Si el futuro del euro pasa por una mayor integración política y fiscal, Alemania reclama la igualación previa de los esfuerzos, las cargas y los sacrificios, de forma que los flujos ulteriores para el reequilibrio interterritorial atemperen realidades objetivas disímiles que de verdad sean insalvables sin tales aportes de solidaridad, y no meras desigualdades que dimanen de comportamientos divergentes, cuando no negligentes, o fruto de menores grados de contribución al proyecto común.

La disyuntiva se plantea entre tres modelos posibles de unión, una vez constatado que el euro precisa una mayor integración. Y entre una Europa que se aproxime a las pautas del Norte, a los rasgos del Sur o a una simbiosis de ambas alternativas, Berlín y sus socios afines han resuelto forzar que el patrón septentrional sea el denominador mínimo común.

La crisis, aliada. La crisis, que fue el detonante que afloró y desveló los problemas del euro, se erige así en un aliado al servicio de la causa alemana para corregir esas deficiencias con sus recetas.

Aunque los organismos internacionales reconocen que las políticas de austeridad impuestas en Europa a partir de 2010 han prolongado la crisis (lo dijo la OCDE el 10 de junio, aunque sin negar la validez de esas medidas para algunos países, y el FMI ya había admitido el 6 de junio de 2013 que la dosis de contención fiscal fue excesiva), el periodo de crisis está permitiendo un lento -y para Alemania aún insatisfactorio e incompleto- disciplinamiento de las economías periféricas que no hubiese sido posible en un contexto de crecimiento económico.

La crisis, la gravísima presión que ejercieron y que podrían volver a ejercer las primas de riesgo si el BCE frena su escalada monetaria, las severas restricciones financiera durante la recesión, la volatilidad y turbulencias en los mercados y las alertas y avisos en los tipos de cambios (como acaba de ocurrir con la libra) estarían actuando como aliados en la reconducción del modelo sureño hacia parámetros más virtuosos y asimilables con los cánones del Norte. En su propósito de domeñar a la periferia con la ayuda de la presión que ejerce sobre ella la crisis, los países centrales habrían hecho suya la máxima del poeta alemán Friedrich Hölderlin según la cual "allí donde está el peligro, está también la salvación".

Su rechazo a la expansión monetaria y su negativa a estimular el gasto e inversión en sus propios países para aumentar la demanda total y generar crecimiento, haciendo así de locomotora del resto de los países, obedece a la convicción de que las políticas de demanda son cortoplacistas, no resuelven los problemas de fondo y apenas sirven para ganar tiempo y aplazar las soluciones.

Expansión monetaria y fiscal. Alemania cree que la expansión monetaria (que empobrece a sus ciudadanos ahorradores tanto como alivia a los endeudados habitantes del Sur) está contribuyendo a relajar los esfuerzos de los países necesitados de reformas que aumenten su potencial de crecimiento, mejoren su productividad y les permitan acrecentar su competitividad. Sobre estas mejoras fundamenta Berlín la posibilidad de supervivencia del Estado de Bienestar y del modelo de economía social de mercado, que son señas de identidad europeas y que están sometidas al doble desafío de la competencia global en costes y del envejecimiento y caída poblacional en Europa. Esta tendencia disparará en el futuro los gastos sociales en pensiones y sanidad, a la vez que los endeudamientos públicos no atajados a tiempo se multiplicarán en términos "per cápita" a medida que se invierta la pirámide demográfica.

Con esta misma concepción, Berlín también se resiste a la relajación presupuestaria que se le reclama para que gaste e invierta más y para que acometa rebajas fiscales que incentiven su demanda interna. Y más cuando lo primero debilitaría la posición de solvencia de su economía y lo segundo generaría inflación (máxime cuando su tasa de paro está en mínimos: 4,2% de la población activa) por más que ahora su IPC se sitúe en el ínfimo 0,1%.

Fabricar inflación en Alemania permitiría a la periferia relajar su devaluación salarial, pero una potencia exportadora como la teutona trata de preservar su competitividad, sobremanera cuando teme rebrotes inflacionarios futuros por la expansión de dinero que está haciendo el BCE para bajar tipos y debilitar el euro.

La ciudadanía alemana confía en la ortodoxia monetaria ("No todos los alemanes creen en Dios, pero todos creen en el Bundesbank", dijo Jacques Delors) y si la austeridad está gestando populismos eurófobo en otros países, los tipos de interés negativos están creando un enorme malestar social en Alemania y contribuyendo al ascenso del derechista Alternativa para Alemania (AfD), como reprochó el 11 de abril al BCE el ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble.

Alemania cree además en su recetas. Porque aunque en teoría sus superávits externos son tan culpables de los desequilibrios internos como los graves déficits por cuenta corriente de sus socios periféricos, quien puso en riesgo de desaparición al euro fueron los déficits y las deudas públicas y privadas de los países mediterráneos e Irlanda. Fueron ellos los que hicieron cundir el pánico en los mercados y los que atrajeron a los especuladores al acecho. De los 15 países con mayor deuda (pública y privada), 13 son europeos, según datos de McKinsey Global en 2014.

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