El asturiano Fernando Beltrán ha puesto nombre a 500 productos o empresas. Pero, paradójicamente, el nombre de su oficio lo acuñó su hija. Ocurrió un día cuando la niña tuvo que rellenar una ficha en clase en la que se preguntaba por la profesión de su padre. En aquella casilla en blanco escribió: "Poeta y nombrador". Y así se quedó, porque de casta le viene al galgo. "Han pasado 25 años y no me defino de otra manera", asegura el protagonista.

Beltrán puso ayer, con una charla cargada de emotividad y de divertidas anécdotas personales y profesionales, el broche final a la cuarta edición de las jornadas "La Asturias que funciona", una iniciativa del Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA y la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Oviedo, con el patrocinio de Liberbank y con la colaboración de Asturex y el transporte oficial de Alsa. "A mis 31 años decidí que iba a comer de los nombres, aunque todo el mundo me decía que era una locura", señaló el conferenciante en la abarrotada Aula Magna de Economía. Lo logró. Ésta es su historia.

Beltrán repasó durante su charla todos "sus" nombres. Muchos de los cuales han quedado en la memoria colectiva de varias generaciones de españoles. Como Amena, una marca de telefonía que sirvió incluso para bautizar a jóvenes nacidos durante una época determinada, u otras más clásicas como BBVA, Faunia u OpenCor. Detrás de cada nombre hay una historia y la de su autor comenzó en su Oviedo natal. O como Beltrán llegó a renombrar a la capital asturiana hace unos años, "Lloviedo", desafiando a la pertinaz sequía actual.

"Todas las cosas importantes me han pasado en días lluviosos. Las buenas y las malas", señaló Beltrán. Aunque ayer no llovía, el poeta y autor de más de 30 libros publicados, estaba visiblemente emocionado por ser el encargado de poner el punto final a las jornadas. Jugaba en casa, muy cerca del primer sitio donde empezó a poner nombres, aunque no recuerde cuál fue el primero. Probablemente, rememoró, fuera alguna palabra que escribía con el dedo en el vaho de la ventana de su habitación de Oviedo. O el de los charcos donde se citaba con sus amigos de la infancia. Todos tenían un nombre. Los amigos y también los charcos.

Pero a los 8 años de edad dejó Oviedo y puso rumbo a Madrid, donde su padre había encontrado trabajo de abogado. "De Asturias me llevé las metáforas de mi infancia y con ellas he jugado toda la vida, con los charcos, con la lluvia...", explicó. En la capital española comenzó a escribir y rechazó seguir los pasos profesionales de su padre. "Fue entonces cuando tuve que oír eso de nunca llegarás a nada", resalta. Aquello le dolió.

Estuvo matriculado en Derecho, pero al mes vendió los libros en la Cuesta de Moyano y pasó un año engañando a sus padres. Encerrándose en la Biblioteca Nacional a leer mientras aquéllos pensaban que estaba en clase formándose. "No supieron nada de esto hasta un año después; cuando se enteraron me fui de casa. Pero mis padres tenían toda la razón, aunque tardé años en darme cuenta", explicó.

Quiso entonces dedicarse a la poesía. Pero había otro problema: "Era un romántico, me di cuenta de que de la poesía se puede vivir pero no comer". Eso hizo que pasara por oficios tan dispares como el de actor, bailarín de claqué o administrativo. "Incluso aparqué coches en Valencia y Madrid; no sé cómo, porque a día de hoy aún no tengo carné de conducir", relató entre las carcajadas de los estudiantes. Al final acabó sentando la cabeza en una agencia de publicidad. Aguantó un año. "Si algo se aprende del oficio de nombrador es que sólo somos una simple cadena. Hay carpinteros, agricultores... Yo pongo nombres".

En aquella agencia vio su futuro. "Nadie se ocupaba de los nombres; se cobraban dinerales por el marketing, pero nombrar era secundario". Maduró la idea, pese a que sus compañeros le decía "que era una locura", y montó su propio estudio en una casa que "se caía a trozos" y donde no quedaba con los potenciales clientes por vergüenza. "Lo hacía en lujosos hoteles, para que pareciera que me iba muy bien, aunque yo estaba en la ruina más absoluta".

Pero llegó una tabla de salvación. Amena, la compañía de telefonía, fue el primero de los nombres de Beltrán. Aún guarda la libreta en la que lo escribió por primera vez. "Lo propuse y la agencia que me había subcontratado no lo concebía, pero los convencí", señala. Accedieron a presentárselo al cliente entre otras opciones. No hubo color. "En los estudios de mercado era el favorito. Y eso nos cambió la vida", explicó.

A partir de ahí llegaron muchos más. "Pasé a ser el que puso lo de Amena", cuenta con gracia. El siguiente de la lista, sin ir más lejos, fue BBVA. "Cada caso es un mundo, no siempre hay que poner el nombre más guapo o el que mole más. Hay que poner el que requiera el proyecto", explica. Esas siglas del banco iban a ser provisionales, por seis meses, hasta que la entidad cerrara su fusión con otra y adoptara su imagen. Pero caló tanto que ya fue imposible arrancarla de la memoria colectiva de los clientes. Y hasta hoy.

Luego llegaron La Casa Encendida de Madrid, el Tenerife Espacio de las Artes, cuyo acrónimo, TEA, evoca a un tipo de pino canario, o Solaz. Entre medias, trabajó para darles un nombre a unos supermercados de El Corte Inglés que abrieran hasta la madrugada. Así nació OpenCor. Lo curioso del caso es que la cadena le puso dos condiciones a Beltrán. Una era que la nueva denominación no estuviera en inglés y la otra que no incluyera el término "Cor". "A los clientes hay que hacerles caso, pero poco", aseguró entre risas. Añadió: "Las palabras contestan, responden a lo que estás buscando".

Uno de los nombres de los que más orgulloso se siente es de Faunia, un zoo situado en el este de la comunidad madrileña que renombró. Antes de que Beltrán metiera mano, aquel lugar tenía un enorme cartel que lo bautizaba como "Parque Biológico de Madrid". "Ése era un letrero que yo veía muchas veces cuando salía por la carretera de Valencia, pero jamás se me hubiera ocurrido ir allí. Pensaba que era otra cosa. De ahí la importancia del nombre", señaló. Un tiempo después de aquel trabajo la misma hija que puso nombre a su oficio, Lucía Beltrán, le reprochó que negociara bastante mal. "Me dijo: por ejemplo, con Faunia, deberías haber puesto en el contrato que tuviéramos entradas gratis de por vida". Esa misma anécdota la contó hace unos años públicamente, y desde entonces puede entrar en el recito sin pagar.

Para acabar, Beltrán hizo un repaso de algunos nombres pintorescos de empresas, muchos que evocan temas escatológicos, sobre todo los que no se traducen. Como corporación Kagada, de Japón. "Me gustan mucho también los que están impresos en las furgonetas; cabe de todo". Y recomendó a los estudiantes: "El nombre nunca se busca lo primero, al principio hay que emborronar la libreta".