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El barrio del aluminio

Los últimos inquilinos de Alcoa en el poblado de Endasa, la mayoría viudas, piden que todo siga "como está"

El barrio del aluminio

No hay niños en el poblado de Endasa. "Somos casi todas viudas", dice Esperanza Botana. Vive en uno de los bloques del barrio de la aluminera: el que mira directamente a la factoría de Alcoa que ahora está en peligro de cierre. "Están quemando ruedas", señala al cielo con los ojos alarmados: "¿No habrán cerrado la carretera?", pregunta. Está nerviosa, lo confiesa, tiene que ir a buscar a los nietos a Avilés y en un rato pasa el autobús por la parada de Laviana. Hay sólo tres: a las 11.30, a las 13.00 y las 16.00 horas. "Si pierdo el médico, cambio la cita, lo que no puedo hacer es dejar de ir a buscar a los nietos". Tiene dos. Son dos guajinos.

El poblado de Endasa lo levantó hace seis décadas la compañía aluminera nacional. Le encargó la obra a Juan Manuel Cárdenas, que es uno de los autores del barrio de Llaranes. "Había dos bloques más para allá, pero los tiraron", dice otra de las viudas del poblado. No quiere nada con los periodistas porque lo que quiere de verdad es que todo se quede "como está".

Endasa ya no es lo que fue: la decadencia es pertinaz y el desplomamiento, palmario. Están los últimos inquilinos de Alcoa, son los últimos que se beneficiaron de la política parternalista de una empresa que ahora se muestra como madrastra de los que contribuyeron a hacerla grande.

La hija y el yerno de Esperanza Botana están fuera de la aluminera. Sin embargo, el de Eloína Tuñón y de Fermín Álvarez -otros dos vecinos de Endasa- no: "Lo conocen como Dani Tuñón", dice la madre que vuelve a casa después de hacer la compra en Avilés. "Mi marido estuvo en mantenimiento. A Dani le pasaron a fundición", cuenta la mujer con una gran sonrisa, entrando en la calle en la que los bloques están reparados. Para atrás, camino de la parroquia de Laviana, la decadencia se agrava y el poblado parece el escenario de una película postapocalíptica.

Esperanza Botana quiere contar cómo es vivir en Endasa. Y lo sabe bien: lleva allí cuarenta años. "Ahora no hay ni una tienda. Cerca de aquí había una carnicería y, en la fábrica, el economato. Entrábamos por aquí, por la portería lateral", señala. "Seguimos teniendo médico, eso sí: aquí arriba", apunta la vecina en dirección a las calles traseras del poblado. "No tienen nombre", explica Tuñón. "Todo es el poblado", aclara. Lo cierto es que ese todo cada año que pasa es menor. "Según se van los vecinos, según fallecen, tapian los pisos", cuenta Agustín García, de la asociación de vecinos de Zeluán, a un paso de Endasa, el lugar de donde se nutría el aula del colegio rural del concejo. "Lo cerraron hace dos meses", recalca Botana. "No había niños", apostilla García. Los hay cuando llega el verano, cuando van a ver a sus abuelas. Entonces el parque sí que tiene la vida que el frío y el desamparo dejan en la última muestra del paternalismo empresarial que tanto hizo por el cambio de la imagen de la comarca de Avilés.

Botana se quedó viuda de David Rodríguez, un obrero cubista de Inespal, hace años. "Teníamos treinta. Iba a trabajar y volvía malo. Se quedaba en casa, pero venían a buscarlo y volvía sin recuperarse", cuenta Botana. "Las cubas son el infierno. Le regalé un reloj muy bueno. Una vez se olvidó quitarlo y se puso a la tarea: las agujas daban vueltas como locas. A saber qué se le metió en el cuerpo", se lamenta. Las cubas tienen esa doble naturaleza: es el peor sitio para trabajar, pero son fundamentales para la producción de aluminio. Allí la electricidad presenta toda su potencia.

Son veintitantas mujeres "y unos pocos retirados" los que residen en un barrio que sienten olvidado. No tienen muy claro si prefieren vivir en Gozón o en Avilés. "Nos dieron el piso. Pagamos nada, muy poco. Los caseros son la empresa. No tenemos que pagar el agua", reconoce Tuñón un instante antes de posar para la foto, habiendo superado el camión de reparto de correos. Esperanza Botana, mientras tanto, cruza el pueblo a paso ligero en dirección a la parada del autobús. Autos Villa sube tres días por Laviana en lugar de hacerlo por Zeluán. Los guajes la esperan y todavía no tiene la certeza de si los trabajadores de Alcoa han cortado o no la carretera. "Estoy con ellos, mi marido murió por culpa de lo que le hizo la fábrica. Lo que no me van a dejar es colgada aquí", determina. "Si lo hacen, me bajo del bus y hablo con ellos. Todos saben quién soy", sonríe.

No hizo falta. Los neumáticos ardieron en la puerta de la fábrica. En la carretera no. Son pocos los que viven en ese lado de la ría, pero "tienen que seguir haciéndolo", dicen los trabajadores que ayer volvieron a concentrarse en portería. Para que el futuro no se disipe y los niños regresen al barrio del que faltan ahora.

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