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El euro juega en contra

La apreciación de la moneda europea dificulta la recuperación económica, acentúa la inflación negativa y agrava el peso de la deuda

El euro juega en contra

El euro acumula una apreciación del 5,56% desde principios de año frente al dólar y del 10,7% desde el 20 de marzo, en el peor momento de la pandemia. Ahora cada euro compra 1,1846 dólares, una fortaleza que no se conocía desde abril de 2018. Y hace unos días el euro llegó a cotizar a 1,20 dólares tras seis meses consecutivos al alza. En las circunstancias actuales, el endurecimiento del tipo de cambio del euro frente a la divisa estadounidense y otras monedas tiene más desventajas que beneficios.

La apreciación de la moneda actúa como lastre para la recuperación económica y la superación de la grave crisis causada por la pandemia porque resta competitividad a la eurozona. Un euro fuerte encarece las exportaciones, abarata las importaciones -con el consiguiente efecto sustitución de las producciones internas por las externas en el mercado propio- y mengua, por el efecto cambiario, el importe -una vez expresado en euros- de los beneficios obtenidos por las compañías europeas en sus filiales situadas fuera del área monetaria. Todo ello merma el PIB, dificulta la creación de empleo y penaliza a las Bolsas.

Estos costes tienden a ser más intensos en el área del euro por ser la economía más abierta del mundo y la que más depende por ello del comercio exterior, que aporta el 50% de su PIB frente al 30% que supone para China y el 28% que representa en EE UU.

Un tipo de cambio elevado tiene la ventaja de abaratar el precio del petróleo expresado en euros, con el consiguiente efecto benéfico sobre la balanza por cuenta corriente, los costes empresariales y la renta disponible de los ciudadanos.

Pero un mayor abaratamiento de las importaciones, y en particular de las del crudo (el barril cotizaba el viernes a 39,75 dólares, muy lejos de los 68,9 dólares de comienzos de enero, antes de que se tuvieran noticias de la pandemia en China), agrava la actual pulsión desinflacionaria, contra la que lucha sin éxito el Banco Central Europeo (BCE). La inflación, muy débil desde hace años, está en tasas negativas en España desde hace cinco meses y en la eurozona desde agosto.

Con las deudas públicas disparadas y las privadas también al alza, la inflación negativa es una mala señal porque acrecienta el peso de los débitos y dificulta su pago, lo que, sumado a una crisis económica muy aguda, dibuja un cuadro que, de persistir e intensificarse, se asemejaría a una situación deflacionaria.

El temor a la "japonización" de la economía europea viene de antes y ahora ha vuelto a reverdecer. La duradera crisis japonesa empezó a gestarse precisamente con una revalorización del yen tras el acuerdo cambiario del Plaza en 1985.

La inflación negativa también tiende a agravar los déficits fiscales, que ya están desorbitados a causa del derrumbe de la actividad económica y del alza del gasto público como consecuencia de la covid. En la medida en que la caída de precios reduce los ingresos fiscales por IVA, impuestos sobre hidrocarburos y otros, el desequilibrio presupuestario se agrava.

La persistencia de una tendencia desinflacionaria sostenida forzará a su vez al Banco Central a intensificar y prolongar su insólita política monetaria ultraexpansiva para intentar revertir la situación. Esta persistencia en la anomalía de las compras masivas de deuda y de los tipos de interés negativos es una fuente de riesgos a futuro en forma de "burbujas", mayor desigualdad, asunción creciente de riesgos por los inversores en busca de rentabilidades, asignación ineficiente de recursos y prolongación de una economía "zombie" por el dopaje monetario. A corto plazo, tipos más negativos y durante más tiempo extremarían la presión sobre los sectores bancario y asegurador con un estrechamiento de márgenes asfixiante. Se verían más fusiones como la que estudian Caixa Bank y Bankia, y mayor concentración financiera implicaría más cierres de oficinas, más destrucción de empleo en el sector y mayor reducción del número de operadores.

El euro cotizaba a casi 1,145 dólares el 9 de marzo cuando la gravedad de la pandemia en Europa forzó su desplome en apenas once días hasta los 1,069 dólares, mínimo del año. Esto ocurrió durante el momento más duro de la crisis sanitaria: con los contagios sin control, los hospitales saturados, la mortandad desbocada y los primeros confinamientos. El impacto supuso una caída repentina del euro del 6,63% en menos de quince días. Hasta mayo hubo alzas y bajas, y a fines de mayo comenzó la recuperación sostenida de la moneda frente al dólar. A ello contribuyeron los desconfinamientos y la llamada desescalada, que permitieron recuperar algunas actividades económicas, mientras que en EE UU la errática gestión de Trump, basada primero en el negacionismo y luego en cambios de posición, ayudó a debilitar el dólar frente al euro.

Las acciones beligerantes de la UE con estímulos fiscales (a diferencia de lo que hizo en la crisis de 2008) supuso otro gran impulso para el euro. La supresión temporal del límite de déficit fiscal a los gobiernos, la aprobación en primavera de los fondos SURE, MEDE y BEI con 540.000 millones y sobre todo la autorización por el Eurogrupo el 21 de julio del Fondo de Recuperación por otros 750.000 millones devolvieron la confianza en el futuro del euro y en su economía. El Fondo de Recuperación fue decisivo porque supuso el primer compromiso europeo de emisión de deuda comunitaria a gran escala, lo que se ha interpretado como el primer paso para dotar a la eurozona en el futuro de un Tesoro común y corregir así una de las graves carencias congénitas que le han impedido ser considerada hasta ahora como un área monetaria óptima.

La inmediata confianza que inspiró por ello el euro y la presunción de una recuperación más rápida en la eurozona por una gestión de la pandemia más acertada que en EE UU supuso que los flujos de capitales viraran desde EE UU hacia Europa, con la consiguiente apreciación del euro y depreciación del dólar.

A ello también contribuyó que, con los primeros signos de reactivación económica y con los anuncios de avances en las vacunas, el dólar perdió parte de su atractivo como valor refugio (lo mismo le ha ocurrido al oro), favoreciendo que capitales que habían buscado amparo en el billete verde -y que habían contribuido a su apreciación desde la eclosión de la pandemia- hicieran el viaje de regreso e invirtieran la tendencia. El estrechamiento de las rentabilidades en los bonos a ambos lados del Atlántico también ayudaron a ello. Y a esto su sumó la incertidumbre sobre las elecciones en EE UU en noviembre, el riesgo de que Trump no reconozca el resultado si pierde y los rebrotes de tensiones con China. La decisión de la Reserva Federal, conocida a fines de agosto, de cambiar su objetivo de inflación (permitirá que rebase temporalmente el 2%) supone que aleja cualquier viso de subida de tipos o cese de su activismo monetario. Esto debilitó aún más al dólar, restando competitividad a la eurozona.

Ahora todas las miradas se dirigen al BCE, donde han aflorado voces diferenciadas. La versión oficial, difundida este jueves, se ampara en que la intervención en el tipo de cambio no forma parte de los mandatos de los bancos centrales. Se trata de huir de cualquier indicio de manipulación de la moneda y de "guerra" de divisas. Sin embargo, el control de la inflación -en la que tiene gran influencia la debilidad o fortaleza cambiarias- es el objeto supremo de la política monetaria y, en el caso del BCE, el único. Y este mandato (un IPC cerca y por debajo del 2%) se está vulnerando.

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