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Campo minado para los bancos centrales

Los regidores de la política monetaria deben moverse en un equilibrio difícil: controlar los precios pero sin frenar el PIB de modo prematuro

Jerome Powell. | Europa Press

Toda subida de precios es por definición una pérdida del valor del dinero. A la inflación se le llama impuesto silencioso porque erosiona la capacidad adquisitiva del ahorro y la de los salarios y otras rentas si no se actualizan. Este fenómeno es asimétrico porque impacta más en las rentas bajas que en las altas, cuyos titulares tienen más capacidad para protegerse del efecto inflacionario invirtiendo en activos.

Los convenios colectivos firmados este año en España incorporan un incremento salarial medio del 1,9% cuando la inflación está en el 3,3%. Esta pérdida de poder de compra, de agravarse o prolongarse, mermaría la demanda interna y en consecuencia el PIB. Un IPC elevado también lesionaría la competitividad y la contribución del sector exterior al crecimiento si el diferencial de inflación con países competidores fuese adverso. Más inflación que los países homólogos encarecería las exportaciones y abarataría las importaciones, con pérdida de cuota en el mercado interno.

Los estados ven en la inflación un aliado porque nutre sus arcas con ingresos fiscales superiores, pero las drena porque también se encarecen el gasto e inversión públicos y se acrecienta el coste salarial de los funcionarios y empleados públicos además del desembolso en pensiones si –como se acaba de decidir en este último caso en España– se actualizan las prestaciones con el IPC.

Christine Lagarde. | Efe

Christine Lagarde. | Efe

Deudores y acreedores.

El alza del nivel general de precios favorece a los deudores y empobrece a los acreedores. A los Estados (muy endeudados) y en conjunto a la economía (también muy apalancada) una inflación moderada les beneficia porque alivia el peso de los débitos pero, de desbocarse y forzar una subida de tipos de interés para controlarla, se dispararía el coste de su financiación. La deuda mundial –pública y privada– alcanzó al cierre del año pasado la cifra récord de 281 billones de dólares, el 355% del PIB planetario, según el Instituto Internacional de Finanzas, lo que evidencia la enorme vulnerabilidad global al endurecimiento monetario.

Para los bancos centrales el repliegue de los estímulos tras el mayor experimento de expansión monetaria de la historia va a ser por ello lo mismo que caminar por un campo minado, tratando con sumo tino de controlar las magnitudes y mantener el equilibrio para frenar la inflación pero no agostar el crecimiento y restablecer la ortodoxia sin abrir una crisis monumental de deuda. Jerome Powell (Fed) y Christine Lagarde (BCE) han dicho por ello que mermarán las compras de deuda pero que la subida de tipos (hoy en el insólito 0%) se demorará aún durante bastante tiempo. Aun así, una acelerada reducción de compras de bonos tendría el mismo efecto para la financiación de estados y empresas, lo que obligará una vez más a las autoridades monetarias a aquilatar con extrema mesura los tiempos y la intensidad. Y más cuando si acelerar la subida de tipos puede llevar a la recesión, mantenerlos en el 0% con el IPC al alza supone tolerar tipos reales negativos, lo que siempre termina alimentando imprudencias inversoras, asunción de riesgos desmedidos y gestación de infaustas burbujas crediticias e inmobiliarias.

Para los bancos centrales, el indicador fundamental es la inflación subyacente (sin energía y alimentos no elaborados), que en el caso de España, aunque al alza, está en el muy contenido 0,7% frente al 3,3% del índice general de precios de consumo. Pero una vez más el riesgo está en la infiltración del coste de la energía y materias primas a través de la cadena productiva a toda la economía. Si la inflación se enseñorea (aunque la subyacente sea baja) será difícil reconducirla. El ejemplo más habitual es el del dentífrico: es fácil de expulsar pero muy complejo de reintroducir en el tubo.

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