Llevamos ya más de un año de pandemia y de restricciones en los contactos sociales, un año de “vida plana”, como la llama la psicóloga y consultora de infancia Pepa Horno en un reciente texto de su blog. Hablamos con ella para entender el impacto en la salud mental de las familias que este año ha tenido y comprender los retos que tenemos por delante en la educación de nuestros hijos y también para poner luz en esta vida hacia adentro, de la mano de su último libro, breve pero intenso, Metáforas para la consciencia. Pepa recomienda “mantener lo que suelo llamar los “antidepresivos naturales”: aire, sol, movimiento y contacto humano”.

¿Cuáles son, en tu opinión, los principales impactos que la pandemia, los confinamientos, el distanciamiento social, han tenido en la vida de las familias?

Yo los resumiría en dos palabras clave: aislamiento y agotamiento. La pérdida de red de apoyo, tanto comunitaria como institucional, la reducción de la actividad, la tendencia a no querer salir de casa y las limitaciones para la socialización agudizan el aislamiento de las familias, sobre todo las más vulnerables. Y el agotamiento que produce el miedo mantenido en el tiempo, la incertidumbre respecto al futuro, los problemas de sueño, la angustia por los problemas económicos, los duelos aún no resueltos e integrados…todo esto junto produce un agotamiento emocional y físico que puede llevar a las personas a romperse internamente o a niveles muy altos de conflicto interpersonal. Una situación de trauma colectivo como la que estamos viviendo puede haber convertido a la familia en el sostén emocional de sus miembros y haberles acercado entre sí o puede haber creado una distancia emocional en la que cada persona trata de sostener el miedo, la tristeza y el enfado como puede. Una de mis preocupaciones es que las familias se vuelvan hacia dentro desde el miedo al contagio y la necesidad de supervivencia, perdiendo su red de apoyo. Porque uno de los factores clave para integrar lo que estamos viviendo, quizá el más importante, es tener una red afectiva sólida.

Una de mis preocupaciones es que las familias se vuelvan hacia dentro desde el miedo al contagio y la necesidad de supervivencia, perdiendo su red de apoyo.

¿Te preocupa la salud mental de la población en general y de las familias con niños y adolescentes en particular un año después del inicio de la pandemia?

Los datos sobre el aumento de problemáticas de salud mental son ya un hecho, especialmente cuadros de ansiedad y depresivos, trastornos de sueño, trastornos alimenticios y cuadros obsesivos. Pero a mí me preocupan especialmente tres tramos de edad. El primero, los niños de cero a seis años por el riesgo real de daño en su desarrollo sensorio motriz por la falta de movimiento y contacto físico. Y el desarrollo sensorio motriz sabemos que es la base del desarrollo, por lo que las consecuencias en el desarrollo de estos niños de la carencia de estimulación, de movimiento y de contacto físico son a día de hoy imposibles de medir. El segundo tramo es la adolescencia. Los chicos y chicas han perdido las dos condiciones que son necesidad en ese tramo de edad: la socialización, especialmente en grupo e incluyendo las primeras relaciones afectivo-sexuales y la gestión autónoma de su ocio. Y, por último, la tercera edad, que ha vivido aislamiento, dificultad de contacto con sus familias, falta de contacto físico etc. todos ellos factores protectores del deterioro físico y mental.

Respecto a los niños, niñas y adolescentes, es posible una doble lectura de lo que estamos viendo en ellos. Podemos pensar que se están adaptando a la situación mejor que la mayoría de los adultos porque tienen mayor capacidad de aprendizaje y más flexibilidad interna que los adultos, o podemos pensar que están acostumbrándose a disociar, a desconectar de sus sensaciones corporales y sus emociones. Me temo que ambas visiones tienen una parte de verdad. Los mecanismos disociativos son positivos cuando se emplean para una situación concreta y limitada en el tiempo. El problema viene cuando se han de emplear de una forma tan continuada que se vuelven estructurales y rígidos, se internalizan. A mí como profesional me deja mucho más tranquila cuando veo a los chicos y chicas que se enfadan, protestan, lloran y se quejan porque eso significa que están conectados internamente y que no ven como normales cosas que no deberían serlo para ellos. Para los adultos que los cuidan y los educan es más costoso, pero para los niños, niñas y adolescentes es más sano.

Nuestros hijos e hijas, como señalas en el texto, están acostumbrados a una vida mucho más para afuera, mucho más social, llena de planes. ¿Percibes apatía o frustración en la infancia y adolescencia por este cambio radical de vida? ¿Cómo podemos ayudarlos a vivir una vida con sentido y alegría pero más hacia dentro?

Enseñarles a vivir una vida más lenta, más hacia dentro, con menos estímulo y menos relación depende de que los adultos seamos capaces de aprenderla. Y de crear estructuras sociales acordes con esa vida. Los problemas acuciantes de conciliación de la vida familiar y laboral que se pusieron de manifiesto en el confinamiento no han desaparecido después, porque las actividades se han reducido, el ocio se ha limitado pero los horarios laborales no. Por no hablar de la angustia por la posibilidad de la pérdida de trabajo e ingresos. Por lo tanto, vivir una vida con sentido y alegría requiere un proceso de consciencia en las familias muy grande. Es muy difícil lograr que la tristeza que hay flotando en el ambiente no se te meta dentro, y mantener la consciencia necesaria para acompañar a nuestros hijos e hijas en todo esto es un reto grandísimo.

Dicho esto, hay algunas cosas que debemos y podemos hacer. La primera es entender que debemos mantener lo que suelo llamar los “antidepresivos naturales”: aire, sol, movimiento y contacto humano. Tenemos que salir de casa, que nos dé el aire. Vivir hacia dentro no significa quedarse en casa sino poder habitar bien los espacios de soledad e intimidad. Lo segundo, necesitamos movernos. Bailemos, caminemos, vayamos a la montaña o al mar, lo que tengamos más cerca, o al parque cercano a casa. Pero una vida más sencilla no implica una vida sin movimiento. Y mantengamos el contacto con nuestra gente. Cambiemos el escenario, pero no nos quedemos en casa. El aislamiento es uno de los peligros más importantes que afrontamos ahora mismo. Así que se trata de reducir consumo y actividad, compartir espacios de juego con ellos y ellas adaptándonos a su edad, generar pequeñas rutinas y celebraciones de familia que marquen los cambios, los avances, esas pequeñas cosas que vamos pudiendo recuperar. Darle el valor a lo pequeño y a la presencia humana de por sí. Para mí, ésa es la clave del sentido.

En muchas de las entrevistas que hemos mantenido, siempre has hablado de la importancia de educar en tribu. Pero ahora, con los confinamientos y el distanciamiento social esa tribu se ha reducido muchísimo. Escribes en tu texto: ” Una vida donde la tribu se está perdiendo aún más. Donde la familia vuelve a criar en soledad y sin muchos recursos que generamos porque eran necesarios”. ¿Qué podemos hacer las familias y qué reivindicarías a las autoridades para salvar esta falta de tribu por las circunstancias?

Hace poco mi hijo me decía que estaba empezando a sentir que la distancia pasaba factura en sus relaciones con la gente que ama. Y yo le explicaba que no era la distancia sino la falta de contacto. Que puede ocurrirte con alguien que tienes al lado, por muy cerca que esté, si no te ves, no te llamas, no vas a tomar un café o no le miras y le preguntas cómo está, la relación se acaba distanciando y cada vez es más difícil el acercamiento. Parte de nuestra tribu vive en otras ciudades y antes íbamos a verles de forma regular, ahora llevamos más de un año sin verles. Pero la tribu, esté donde esté, se mantiene si la cuidas, si inviertes tiempo y esfuerzo en ella: llamadas, visitas, viajes, paseos, tiempo. El confinamiento nos llevó a cuidarnos y a cuidar al que teníamos al lado. Pero cuando volvimos a salir eso desapareció. Por eso muchas personas se rompieron no durante el confinamiento, sino al salir del mismo. Y si algo nos ha enseñado el COVID19 es la importancia de la presencia humana, del contacto físico y emocional, y la condición de tribu universal, esa sensación que muchos experimentamos por primera vez, o al menos más que nunca, de que todos somos uno.

Así que ¿qué le pediría a las autoridades? Lo primero, responsabilidad sobre su papel a la hora de generar discursos y políticas de encuentro y unión, no de confrontamiento y agresión. Segundo, que generen políticas que permitan a las familias pasar tiempo juntos y espacios en los municipios donde puedan encontrarse al aire libre. Tenemos que transformar las grandes estructuras (centros comerciales, grandes edificios y ciudades) en espacios pequeños con zonas abiertas donde las personas puedan encontrarse sin riesgo. Si queremos evitar nuevos virus, nuevos confinamientos y más dolor, debemos ir a un mundo de estructuras pequeñas: pequeños hoteles, pequeños mercados al aire libre, pequeños equipos. Pero todo esto dista mucho aún de ser aceptado. Nos queda tiempo aún para llegar a comprender los cambios imprescindibles.

En tu texto te preguntas: “¿Podré educar la alegría de mi hijo sin un montón de cosas que para él son naturales porque ha crecido en ellas, las busca y las demanda?…”. ¿Qué respuestas vas pensando? ¿Cómo podemos cuidar con alegría?

Yo siempre he creído en el valor de los rituales y ando convirtiendo en rituales cosas que antes hacía sin ponerles tanta consciencia. Más que nunca hablar de lo valioso, lo pequeño, lo que me hace feliz. Y no me refiero a preguntarle, sino a contarle de mí, lo que me gusta y me llena a mí, las cosas buenas que me van pasando. Comenzar y acabar el día con un proyecto, con una esperanza y riendo. Por otro lado, cultivo más que nunca sus relaciones, aunque sea de uno en uno, fuera de casa, paseando donde sea, pero trato de seguir viendo a nuestra gente. Para mí las claves para cultivar la alegría son las que he mencionado antes: aire, sol, movimiento y contacto humano. La parte más difícil es contestar algunas de sus preguntas, porque plantea cosas lógicas en un adolescente conectado. Y las respuestas que he de darle de forma honesta sobre el mundo, sobre por qué el ser humano se porta como se porta y sobre las posibilidades que tenemos a corto plazo son duras hasta para mí.

En medio de la pandemia, de esta vida plana, de esta vida hacia adentro, publicas Metáforas para la consciencia, un librito luminoso que nos anima a hacernos preguntas para mirarnos, escuchar nuestras tripas, cuidar nuestros vínculos y a nosotras mismas, saber despedirse… ¿Querías aportar algo de luz en estos tiempos? ¿Qué poso te gustaría dejar con este librito?

Para mí Metáforas para la consciencia es un libro regalo. Recoge las metáforas que empleo en terapia y en los cursos que he podido ver cómo ayudan a las personas a entender sus propios procesos personales. Me pareció que merecía la pena compartirlas y hacerlo con un lenguaje nada técnico que cualquier persona pudiera comprender. Tanto por los textos como a través de las maravillosas ilustraciones de Zaida (@zaidaescobart) que explican sin palabras cada metáfora. Para mí la consciencia es la clave para la libertad y la paz interior. En la medida que estamos conectados interiormente y comprendemos e integramos nuestra historia personal llegamos a poder construir nuestro propio camino sin repetir de forma inconsciente pautas dadas por nuestras familias o construidas desde nuestras heridas. Si en sus páginas la gente encuentra alguna clave que le ayude a ese camino de crecimiento personal, compasión y ternura, habrá merecido la pena.

Dices que estamos viviendo, con la pandemia, un “trauma colectivo”. En tu libro comentas que los traumas o las heridas se curan “si nos hacemos cargo, si la miramos aunque duela, si la limpiamos aunque escueza, si pedimos ayuda…”. ¿Cómo se podría trasladar esto a superar este trauma colectivo que estamos viviendo?

Cuando llegó el COVID19 todos quisimos creer que pasaría pronto, que lo venceríamos y volveríamos a nuestra vida de antes. No quisimos mirar la herida que el COVID19 ha producido en nuestra sociedad ni la consciencia a la que nos ha obligado sobre nuestra propia intemperie y los pies de barro que tenía el mundo que habíamos construido. Poco a poco vamos mirando la herida, pero aún hay una parte importante de la sociedad que quiere una vacuna mágica que nos haga sentir a salvo de nuevo. Pero la vida no funciona así, ni en lo individual ni como sociedad. Se trata de crecer. Las heridas, al curarlas, generan fortaleza. Si se niegan, se ocultan o se disocian generan vulnerabilidad. Podemos salir de todo esto más fuertes o mucho más débiles aún. Aún está por ver.