La sentencia del Supremo, que sacudió el suelo español el día 12, tuvo una doble consecuencia. Una, penal. Conminó al Tribunal Superior de Valencia a reabrir la investigación sobre Camps. Otra, estratégica. El presidente regional sufrió una poderosa transfiguración con derivaciones políticas inesperadas. Rompió las vigas de su refugio -el del silencio, la turbación, la desconfianza y el miedo- y salió a la calle a batirse contra los aparatos del Estado. Los hizo culpables de todo su calvario, incubadores del «caso Gürtel» y cómplices de ese «montaje mentiroso» que le atenaza. Su embestida contra el Estado no tiene fin, pero sí vértices, ángulos y muchas caras. En lo más alto del podio, Zapatero. Y en paralelo, la fiscalía («que se ha puesto al servicio de los socialistas y que no mira donde corresponde») y el juez de Madrid, Antonio Pedreira, quien amplió el miércoles los delitos contra él y la cúpula del PP, y también el Supremo, los poderes mediáticos y hasta el Código Penal. Frente a esa agresión continuada, inquisitorial y espuria, amancebada con ZP, Camps, amparado en un sentimiento mesiánico, desplega la verdad, «que es tozuda y es la que es». ¿Pero cuál es la verdad? Que pagó los trajes, desde luego. O, en todo caso, que nadie en su sano juicio puede creer que un presidente se venda por «tres trajes». ¿Y cómo se demuestra «la verdad»? No importa. La verdad, si seguimos el credo religioso, no es un balance empírico, ni un hecho verificable. Sabemos que existe y punto. Contra la documentación de los fiscales, el veredicto de los jueces -que amplían la causa a la financiación ilegal- y los dossiers de la Policía y de la Agencia Tributaria, Camps contrapone los informes de su Gobierno, sitúa a los ciudadanos como testigos, empuña las mayorías absolutas y enarbola los símbolos de la historia valenciana y la prosopopeya de la tierra. «Pueden venir 550.000 informes pero aquí se ha hecho todo correctamente, el partido está financiado correctamente y, por eso, no tengo miedo a nada», sentencia .

¿Pero cómo puede ampararse uno en la doctrina de la valencianidad y en la estrategia del regionalismo prenacionalista de cartón piedra que tantos frutos electorales ha dado al PP valenciano sin envolverse en la senyera? Dicho y hecho. Sucedió el jueves, en las Cortes Valencianas. Ese día, Camps izó la bandera valenciana por primera vez desde que se destapó el «caso Gürtel». «Usted se acoge al Código Penal» -le espetó al portavoz socialita-«yo me acojo a la senyera y a mis conciudadanos para seguir trabajando por el futuro de esta tierra. Para usted el Código Penal, para mí el futuro de la Comunidad». La impugnación del Estado de derecho, y de su articulación legal en la tierra, no hace aquí sino engrandecer la transubstanciación de Camps de la que hablamos, que alcanzó su expresión máxima envuelta en una dialéctica desenfrenada. Desde que el Supremo activó la causa, su evolución ha sido imparable. Ni afligido, ni atribulado como antes; ni mustio ni pesaroso, como comparecía en público. Sólido, festivo, enérgico, desvergonzado. Doblando a la oposición. En posesión de «su» verdad. O agarrado al palo de la senyera. Ambas cosas han de ser una. Y unívocas.

En realidad, si nos alejamos del sueño, Camps copia, en los últimos días, la estrategia de Pujol. Cuando al ex president le cayó sobre la testuz el caso de Banca Catalana se envolvió en la senyera, se identificó con Cataluña y arremetió contra el enemigo exterior, llámese el Estado o llámese Madrid. Camps firma una página idéntica. La que viene suscribiendo desde hace años el PP valenciano. Y la que le ha otorgado mayorías electorales y hegemonías sociales. Pero su traslado al «caso Gürtel» no cristalizaba. Se diría que, en los laboratorios de Presidencia, había un gran déficit de inspiración. Ha acabado estallando como una supernova, brillante y luminosa. A partir de ahora, un Camps eufórico ya sabe cómo «levantarse» ante el «caso Gürtel». Abrazado a la senyera como factor de cohesión identitaria y lanzando lenguas de fuego sobre el enemigo exterior, ese «Estado socialista» agresor y malévolo.

Pero algo chirría. Y no sólo en la vía judicial. ¿El paisaje de intereses del PP español coincide con el paisaje de Camps? ¿Hasta qué punto consentirá su partido en Madrid, instalado en el interior de una olla a presión, los desafíos de Camps, sus abanderamientos y sus doctrinas?