Urdangarín ha menguado a la altura de Zapatero, hasta el punto de que nos planteamos con crudeza si el yerno del Rey debe dimitir. De ser el novio que toda madre querría robarle a su hija, a máximo candidato a liquidar la monarquía en dura competencia con su principal enemiga, Letizia Ortiz. Al margen de lo penal -y esa frontera se estrecha por momentos para el balonmanista olímpico-, obtuvo un caudal de dinero público desmesurado por congresos fantasmagóricos donde se concluía que «el deporte es muy importante para el turismo». Precio de tan sesuda reflexión: dos millones largos de euros. ¿Se puede dimitir de yerno del Rey?, ¿la imputación de un duque rebaja su título a vizconde, o a baronet si se sustancian acusaciones de corrupción?

España es un país maduro, que puede resistir la imagen de un propio retirando del Museo de Cera el segundo maniquí cerúleo de un miembro de la Familia Real. Cabe imaginar la indignación del Rey, pero sobre todo del Príncipe, que adquiere una nueva hipoteca a cargo de la arraigada filiación española del cuñado ventajista. La Zarzuela ha reaccionado con la parálisis de los prepotentes. No se atreverán. La pregunta no fue nunca si el duque de Palma Arena merecía ser imputado, sino si el aparato judicial se atrevería a imputarlo. Desconfiad de los griegos que regalan caballos, y de los jueces que acuden a su despacho en bicicleta. Urdangarín simboliza la España inmobiliaria, de la que Rajoy y Rubalcaba pretenden desentenderse con retraso. Al promocionar la monarquía -suspendida por primera vez en los sondeos- como un conjunto familiar, el tronco queda sacudido por cualquier contratiempo en el ramaje. Como mínimo, Anticorrupción ha desenmascarado la patraña de las instituciones sin ánimo de lucro. Bajo el benéfico aroma que exhalan, se teje una red de empresas que saqueen sus cuentas a cambio de servicios dudosos pero excelentemente remunerados. Por una vez, nos mostraremos categóricos. Urdangarín debe dimitir, pero todavía no sabemos de qué.