Rita Barberá vuelve a ser 'la alcaldesa de España'. El PP, que el pasado lunes no tenía nada que comentar de su declaración en el Tribunal Supremo porque "no está ya en el partido", ha recuperado este miécoles a la exalcaldesa de Valencia. Cosas de la política y de la muerte en un país acostumbrado a los tránsitos rápidos de la gloria a la miseria y viceversa.

¿Quién ha puesto apellido a un color? Ella lo tuvo, el 'rojo Rita', o 'rojo alcaldesa', porque no había otra alcaldesa que Rita durante muchos años (los 24 que se mantuvo en el poder de Valencia encadenando hasta cinco mayorías absolutas). El mismo rojo del color del vestido con el que compareció el lunes ante el juez. La primera vez que lo hacía. Y la última.

Rita Barberá fue buena o mala alcaldesa según opinen fieles o detractores. Lo que está al margen de opiniones es que gozó del respaldo de la mayoría de electores desde 1995 hasta 2015. Paradojas de la vida política: entró en la alcaldía en 1991 sin ser la candidata más votada, sino gracias a un pacto (con Unión Valenciana), y salió del despacho en 2015 siendo la suya la lista con más apoyos pero menos de los que sumaban en conjunto las fuerzas de la izquierda. Fue aquella noche del "¡Qué hostia! ¡Qué hostia!".

Ella era así: excesiva en ocasiones, siempre popular. El declive de su carrera lo marcan no esos resultados electorales, sino uno de esos episodios de la vida exagerada de superalcaldesa. Lo vio todo el universo porque se convirtió en fenómeno viral: aquella escena en el balcón de las torres de Serranos de la ciudad, durante la llamada a comenzar las fiestas falleras en febrero de 2015. "El caloret faller", ¿recuerdan?

Barberá se disculpó. Se quedó en blanco, dijo. El valenciano (el idioma) nunca fue lo suyo, sin que ello fuese obstáculo para sumar mayoría tras mayoría. La alcaldesa de los mercados, la que triunfaba en los mercados y cuya aureola ocultaba a todos sus contrincantes políticos, incluida la exministra Carmen Alborch, era una hija de la burguesía de la ciudad, educada en colegio religioso como mandaban los tiempos.

Hija de periodista y político (su padre dirigió Jornada y fue concejal), y periodista 'pluriempleada' ella misma en el Gobierno Civil de Valencia durante el intento de golpe de Estado del 23F, su firma puede rastrearse en Levante en sus años, pocos, anteriores a su vida política. Porque esta se remonta a los primeros años de la Transición y a la fundación de Alianza Popular en Valencia: su 'padre' político fue Manuel Fraga. Barberá entró como diputada autonómica desde 1983 y hasta hoy, nunca abandonó las instituciones. El dato da indicio de la fusión entre vida política y personal, al igual que el hecho de que su coche particular, un viejo Lancia Delta, permaneciera desde principios de los años noventa en el garaje del ayuntamiento y allí siguiera cuando llegó en 2015 el nuevo alcalde.

La Valencia de Rita es la del puente de las Flores, la Ciudad de las Artes y las Ciencias o el nuevo mercado de Colón; la de la Fórmula 1, la Copa del América o la nueva Marina Real. La mayoría de esos proyectos los financiaron el Gobierno autonómico y el español, pero llevan su impronta y su protagonismo, que a veces estorbaba a compañeros de foto y de partido.

La Valencia tocada de megalomanía y un regusto kitsch no se entiende sin tener en cuenta de donde se venía: una ciudad donde cundía la conciencia colectiva de marginación en una España felipista que ponía sus huevos en las olimpiadas de Barcelona, la Expo de Sevilla (tocada también por el primer AVE) o la capitalidad cultural de Madrid. Supo aprovechar como nadie un malestar social extendido en el tiempo al que contrapuso la idea de una Valencia que ella había puesto en el mapa internacional. La Valencia de los iconos de Calatrava, de los cruceristas y el turismo internacional. La del mitin de José María Aznar en el estadio de Mestalla con Julio Iglesias al lado, la del incombustible granero popular.

La Valencia también de la deuda galopante, la de los barrios periféricos aquejados de un olvido crónico, la de los barracones en los colegios. Toda esa ciudad que ella vio al final detrás de los visillos de su piso frente a los magnolios de la coqueta Glorieta, envejecida, recluida y apartada de la circulación por los suyos, arrastrada por la ola hedionda de la corrupción. Siete trajes se llevaron por delante la figura de su amigo y discípulo Camps como punta del iceberg de Gürtel. Los mil euros como esquirla de la financiación presuntamente ilegal del PP fueron el final de Rita Barberá.