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Relevo en la Moncloa

El paso a otra anormalidad

El día del Orgullo Popular quiso esconder el momento raro que vive y seguirá viviendo el país

Rafael Hernando. EFE

Cuando había terminado la larga sobremesa de la comida de trabajo que mantuvo a Mariano Rajoy y a sus más cercanos durante siete horas en el restaurante Arahy empezó la lectura del Apocalipsis, versículo a versículo, en la tertulianería de los medios públicos. Los amigos de los enemigos de España son enemigos de España y mis enemigos. No había dimitido el presidente Rajoy, pero dimitió en RNE, en directo, el tertuliano Chani, decepcionado con el periodismo.

A pesar de lo oído y visto en los medios de comunicación estatales, el país durmió porque, a primera hora, sus representantes estaban frescos para escuchar a Margarita Robles, la portavoz socialista que encuentra la mirada que pierde Rajoy en los cielorrasos y que ha introducido la doble articulación labial en el discurso político. Más espabilaron con el cafeínico intercambio de reproches entre el PP y el PSOE.

El portavoz Rafael Hernando, en tromba contra todos, inició el desfile del día del Orgullo Popular, de Mariano Rajoy, presidente y mártir, que coincidió en el santoral con el día de Pedro presidente y Pablo, lo que sea.

-¡Yo soy popular, popular, popular!

Hernando, que habla recto con la boca torcida, recitó los temas que caen siempre en la oposición y en el gobierno del PP; dos afluentes del "ter": el terrorismo y el territorio. Sánchez tiene una deuda, por pactos, con los terroristas, los independentistas y los amigos de unos y de otros.

El de Guadalajara, cunero por Almería, acabó su discurso lamentando que "pierde España". Así retuvo la propiedad de la marca, como también hizo la vicepresidenta en funciones, Soraya Sáez de Santamaría, anteayer sola junto al bolso; ayer sola junto a Monedero.

Apenas terminó el acelerado intercambio de reproches entró el ausente Mariano Rajoy, el señor de los tiempos, puntual para una despedida corta, correcta y rimada en "or" (como el "tractor" de "Aitor", el del PNV traidor), pero con "mayor" y "honor".

Buenos deseos a los que entran, apretón de manos al pie de la escalera y suela a la carrera (de San Jerónimo), donde le esperaban simpatizantes y colaboradores. Le despidieron al grito de "presidente, presidente" o, quizá, de "resiliente, resiliente", dada su capacidad adaptativa para haber estado en el principio con Manuel Fraga y haberse ido con la huella de la suela en la culera de la última patada a la obra de José María Aznar. Anoche, el resiliente ya no durmió en palacio.

Según todos los indicadores, el día era histórico. Los que quieren escribir grandes relatos siempre están señalando fechas para que los estudiantes del futuro tengan que memorizarlas o buscarlas en Wikipedia, relacionadas con hechos que no entienden y que, en realidad, no irrumpen de una patada en la puerta del presente gritando "soy la Historia", sino que suceden con una cotidianidad exasperante, incluso en su anormalidad.

Era la primera vez que un presidente salía y otro entraba por medio de una moción de censura; la primera vez que el nuevo llegaba sin escaño? Se destacaba que todo era excepcional como si lo de antes hubiera sido normal.

En la prosperidad y en la crisis, hace años que los españoles hemos olvidado la normalidad. Desde la coronación de una economía que estafa a ancianos, hombres, mujeres y niños y desde que la política se lleva una comisión o actúa como si así fuera.

España es un país fracasado que vive en la excepción desde hace años y, aunque lo pareciera, nunca fue normal que el Presidente hubiera cobrado sobresueldos en cajas de puros ofrecidas por unos administradores especializados en la contabilidad B para el dopaje electoral. Ni fue normal que él los defendiera desde la Presidencia. Ni era moralmente normal que esa corrupción se considerara lavada con detergente electoral Victoria ni que el olor a mierda fuera identificado con el aroma del hogar.

Tampoco era normal que el calor de los indicadores macroeconómicos quemara las terminaciones nerviosas de la sensibilidad social en el segundo país con más desigualdad de la Unión Europea y, sin embargo, nadie en la presidencia supo transmitir tanta indiferencia a eso como Rajoy. No llegó al "que se jodan" de sus bravas compañeras, pero ni se molestó en escribir un discurso en sentido contrario. Le bastaba con sacar a Fátima Báñez, la ministra de Trabajo, la oferta de consuelo social de más bajo presupuesto.

En absoluto era normal dejar la anormalidad nacionalista catalana -ese óleo daliniano de desierto, perspectiva, relojes blandos y cajones en los cuerpos desnudos- sólo al cuidado de los jueces y a la aplicación del artículo 155. Son dos acciones correctas de dos poderes distintos, pero pedían a estas alturas algún movimiento político hacia la salida.

La normalidad española es muy anormal y mañana no dejará de serlo. Cuando Pedro Sánchez pidió "lealtad institucional" a un Rafael Hernando que no tenía cara de dar nada y le recordó la que había entregado él, estaba pensando en que tendrá ninguna fidelidad del Pablo Iglesias que le cantó el "¡sí se puede, sí se puede!" antes de abrazarle. Tampoco la espera del resto de los que le llevaron a la Presidencia, por censurar a Rajoy más que por apoyarle a él. Sánchez pedía lealtad al PP como había pedido a Rajoy que dimitiera, sin esperanza ni convencimiento.

El mes de junio de 2018 inauguramos otra anormalidad rara de la que lo más que cabe esperar es que sea el necesario meritoriaje para aprender a hacer tratos, como exige la nueva política.

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