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Rubalcaba, en su paraíso

El político cántabro veraneó durante 33 años en el concejo de Llanes, y halló en la playa de Toranda su refugio secreto y, según afirmaba, "el lugar ideal donde recargar las pilas"

Rubalcaba, en Llanes, con la playa de Toró al fondo. MIKI LÓPEZ

"Llevo el mismo bañador y las mismas chanclas de siempre, tendría que volver a nacer para cambiarlos", comentaba con gracia una tarde de agosto de hace cuatro años Alfredo Pérez Rubalcaba en su paraíso llanisco, la playa de Toranda. No exageraba: incluso le faltó añadir que llevaba también el mismo polo desteñido por el sol del verano anterior y del anterior y... Aquel político implacable, al que los periodistas llegaron a llamar "azote de la oposición" cuando era portavoz del Gobierno, aquel poderoso dirigente socialista, temido y odiado a partes iguales por sus adversarios, se convertía cada verano en Llanes en su otro yo, en sí mismo: el esposo, el amigo, el madridista, el fanático del atletismo, el jugador de mus, el fumador de puros, el lector, el caminante, el conversador incansable. Porque Rubalcaba era en realidad un hombre normal, campechano, socarrón, cercano y amable, que disfrutaba de las cosas pequeñas, de las cosas verdaderamente importantes: paseo hasta la playa, baño refrescante, paella en el chiringuito, sobremesa larga, partida de cartas, conversación amena, visita al ahijado celoriano, viaje a los Picos de Europa...

Alfredo Pérez Rubalcaba, cántabro de Solares por nacimiento, llanisco por adoración ("de Llanes me gusta todo", aseguraba a menudo), veraneó durante 33 años, la mitad de su vida, en el concejo oriental. En Celoriu primero, en Bricia después y en Lledíes en los últimos años. Era su válvula de escape, su rincón de pensar, su refugio secreto, "el lugar ideal donde recargar las pilas", decía. Y cuando las obligaciones de sus cargos le impedían pasar más allá de unos pocos días de asueto lo notaba y lo sufría. Pero no se quejaba. Porque era político por afición, por vocación, por convicción.

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El último verano de Rubalcaba en Llanes

Por eso el que fuera vicepresidente, ministro, portavoz del Gobierno y máximo dirigente del PSOE, en realidad, nunca se olvidaba de la política del todo. De hecho comentaba que cada mañana, después de desayunar y antes de partir a la playa, dedicaba un par de horas a pensar. ¿A pensar qué? Pues "en el titular que quiero ver mañana en la prensa", subrayaba. Y una vez que decidía la frase, dedicaba otro rato a "maquinar" para que saliera en letras bien grandes en los periódicos. Lo conseguía casi siempre. Hubiera sido un gran periodista, porque sabía que en cuanto se halla un buen titular ya solo resta acompañarlo con "sus circunstancias" para construir una gran historia. De hecho, un verano, en lo que él llamaba "una invernada", se encontró sólo en la playa. Disfrutó como un niño. Y se le pasó por la cabeza llamar a LA NUEVA ESPAÑA para que se le tomara una foto. Por supuesto, ya tenía el titular adecuado: "Rubalcaba desaloja la playa de Toranda para bañarse a gusto". Y se reía. Pero aseguraba que el titular que de verdad le gustaba era: "Rubalcaba, en su paraíso llanisco", porque, aparte de considerarlo "absolutamente veraz", significaba que ya estaba justo donde quería.

Toranda, siempre Toranda. Era su segunda casa. Se enamoró de ella al primer vistazo. Tanto así que en una lejana campaña electoral, arañó cinco minutos en su agenda imposible y, a mil por hora, acercó a su correligionario José Blanco a las playas de Torimbia y Toranda. "Sólo quería que las viera", explicaba.

Rubalcaba acudía cada agosto a Llanes. E intentaba pasar allí el máximo posible. Fuera corbata, fuera traje, fuera zapatos... venga camiseta, venga bañador y vengan chanclas. Sí, las mismas de siempre. Más allá del mediodía, con sol o con lluvia, con frío o con calor, arrancaba hacia Toranda. Y si una buena partida de mus no se lo impedía, allí permanecía hasta entrada la tarde. "Volver a Llanes es como volver a casa", señalaba. La felicidad soñada.

El político socialista y su esposa, Pilar Goya, químicos ambos, veranearon buena parte de esos 33 años, siempre de alquiler, junto a otros dos matrimonios amigos. Químicos todos, y uno de ellos, el que fuera secretario de Estado para el Deporte, Jaime Lissavetzky, hijo de llanisca de Rales. Rubalcaba era hombre de costumbres fijas. Repetía rutinas cada verano: veraneo en Posada, paseo matinal, baño en Niembru, visita a Celoriu, compra de puros en Nueva (hasta que los médicos le dieron un disgusto y prohibieron el tabaco), visita al mirador de los Picos de Europa en Los Carriles... Y solo las rompía "por obligación": cuando el PSOE de Llanes organizaba su fiesta veraniega anual, cuando había cena "de partido" con compañeros de ideología como el expresidente del Principado Antonio Trevín o el jurista Elías Díaz, o cuando se retransmitían competiciones deportivas por televisión.

Había sido atleta en su juventud, velocista: llegó a correr los cien metros libres en menos de once segundos y estuvo preseleccionado -en Asturias, precisamente- para los Juegos olímpicos de México, en 1968. Era una gran promesa, pero una grave lesión le obligó a abandonar el atletismo siendo aún un chaval. Nunca perdió la afición y no se perdía nunca una buena carrera. Llegó a escribir en un artículo para LA NUEVA ESPAÑA sobre la final del hectómetro de los Juegos Olímpicos de Pekín, en 2008, en la que un jovencísimo Usain Bolt batió el récord mundial.

El Real Madrid era otra de sus pasiones. Disfrutó como el que más las últimas copas de Europa de su equipo, acudía siempre que le era posible al Bernabeu y en su descanso llanisco no se perdía los partidos veraniegos. El mus era su otra afición: presumía de ser "un maestro, simplemente el mejor", y acudía casi a diario a un par de locales de Niembru, siempre con el mismo compañero, casi siempre con los mismos rivales, para demostrar que no mentía. Era bueno: el juego de envite y engaño parecía hecho para él.

Pero hay que volver a Toranda, la bella Toranda, esa playa de finísima arena blanca en la que a partir de ahora se echará en falta a su usuario más entregado, ese que nunca fallaba, ni con la peor tormenta, ni con la mayor marejada, porque era su paraíso.

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