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La Constitución, refugio y problema

La reacción ante el avance del constitucionalismo de trinchera

La Constitución, refugio y problema

La Constitución cumple 41 años casi intacta. Esa condición inmaculada dice mucho de la madurez política de España, pero también de la escasa disposición de sus elites a abordar los cambios que el arco jurídico de la Transición necesita para seguir siendo útil al menos otras tantas décadas como las que ya acumula detrás.

Cada tiempo tiene sus incertidumbres, pero todas se parecen. Los temores del momento del parto constitucional procedían de un pasado que se resistía a dejarse sobrepasar por lo nuevo, de una crisis económica mundial que golpeaba con especial virulencia a un país que comenzaba a ver indicios de prosperidad y de un terreno de juego político a estrenar, con todos los riesgos que ello conlleva. Detrás de aquel cambio estaba una sociedad que había desbordado el claustrofóbico marco del franquismo sin que el régimen, salvo las excepciones de los héroes de la retirada, se enterara.

La incapacidad de una nueva generación política todavía en rodaje, la amenaza de recaída económica, con las secuelas de una crisis feroz todavía visibles, y el cambio de entorno tecnológico pueden asimilarse a versiones actualizadas de las incógnitas de entonces.

Siendo distintas, las incertidumbres de ahora guardan estrecha relación con algunos de los condicionantes que entonces ahormaron la Constitución que atraviesa sin mácula nuestra historia más reciente. Los cuatro últimos años de inestabilidad política dejan la evidencia de que ciertos procedimientos constitucionales para la renovación del Ejecutivo tienden a bloquear el país. Los estrictos requisitos que fijaron entonces quienes alumbraron la Carta Magna revela desconfianza, y quizá un exceso paternal, para forzar la estabilidad que sólo garantizan mayorías muy amplias. La fragmentación parlamentaria y la ausencia del consenso con el que en la Transición se sustanció un cambio ejemplar bloquean hoy cualquier reforma, lo que impide adaptar la norma mayor al nuevo escenario político .

La Constitución es a la vez refugio y problema: sirve de contención última a la intentona secesionista que busca derogarla por vías nada democráticas, pese a las apariencias, pero a la vez actúa como tope para encauzar ese impulso de un nuevo vínculo entre territorios.

Asistimos además a la apropiación del constitucionalismo por los nietos ideológicos de quienes más se opusieron en su momento a la Carta Magna, lo que quizá sea otro síntoma de que el texto empieza a envejecer mal. La derecha radical defiende la Constitución, pero solo como trinchera, sin que su práctica política trasluzca una asimilación de la voluntad de convivencia y de respuesta pactada a los problemas que hay en un texto que sacralizan hasta hacerlo intocable.

Ese inmovilismo constitucional tendría que mover a quienes reconocen el auténtico valor de la Constitución a buscar los puntos mínimos de coincidencia para subsanar todas las grietas que los años fueron abriendo en lo que sirvió como instrumento primordial para la apertura de España a la democracia.

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