Leo a Juan Puchades, fundador y director de Cuadernos Efe Eme y colega de bajas pasiones musicales y de, me gusta suponer, el trinomio sexo, droga y rock and roll: “Llámame Miguel Bosé, pero no me creo que Trump Esto huele a un montaje suyo”.

No lo descarten. Al marido de Melania -ella es lo único bueno que nos vamos a llevar después de cuatro años como espectadores de ese circo de cuatro pistas en que Trump ha convertido la Casa Blanca- le va ese protagonismo pobre de héroe de western de serie B, el pistolero con historia poco memorable que se toma en serio el papel de salvador de almas pías, niega las adversidades y, tras convertirse en víctima de una de ellas, sale triunfante y reconvertido en héroe aclamado de la basura blanca que lo jalea. Lo admito. Dicho así, el héroe causa un poco de pena y un poco de asco. A mí más bien de esto último.

Los politólogos, profetas del pasado algunos de ellos, como muchos economistas, como muchos epidemiólogos, no se ponen de acuerdo en si el supuesto coronavirus del que aparenta haber salido airoso el jefe de la Casa Blanca, le beneficiará en su carrera a la reelección a muy pocas semanas de las presidenciales o, bien al contrario, dará alas a Joe Biden, otro típico candidato a la Presidencia de Estados Unidos que aparenta más estar con un pie en el otro barrio que con los dos en éste. A la manera de los mejores tiempos de Seinfeld, no logro recordar si fue Ricky Gervais, Louis C.K. o la no menos deliciosamente incorrecta Sarah Silverman, quien se preguntaba en uno de sus corrosivos monólogos cuándo llegará el día en que los presidenciables norteamericanos no parezcan vejestorios a punto de criar malvas. Sentido común y querencias ideológicas aparte, si yo fuera norteamericano tendría muy difícil la tesitura de por cuál de los dos decidirme, estando ambos personajes más cerca de allí que de aquí: si por un político de cuajo de 77 años (Biden) o por un lunático como Trump (71), que viene a ser lo que en este país nuestro venimos desde hace años en llamar “un tonto los cojones”.

Pero no se extrañen de que todo haya sido un paripé. Estados Unidos es un país de montajes, desde Milli Vanilli a la supuesta erotización de Miley Cyrus, pasando por el color de la piel de Michael Jackson y sus piñatas infantiles en Neverland. El coronavirus de Trump, del que se desconoce si ha ganado al coronavirus chutándose una dosis de amoníaco, parece noticia de suficiente impacto como para ocultar las miserias de un mandato del que no se ha hablado de otra cosa que no fueran el muro con México, los asesinatos de personas anónimas de raza negra a manos de la amable policía estadounidense, la guerra arancelaria con China, los devaneos para derrocar a Maduro, los exabruptos verbales del mandatario, los intentos de ponerle un bozal a la libertad de prensa, los insultos reiterados ante cualquiera que osara caer en una “intolerable” discrepancia, los tejemanejes en el nombramiento de una nueva jueza para liderar el Supremo, circunstancias todas ellas muy del agrado de los retrasados que confían en su presidente pero que en algún momento habrían sido el acicate para movilizar a la muchachada demócrata del viejo Joe. De nada de esto se habla ya, y es muy probable que hasta el mismo día de la jornada electoral no se mente otra cosa que no sea la salida victoriosa frente al “virus chino” del héroe sin capa transmutado en carne inmortal del presidente de los Estados Unidos.

En Twitter, el púlpito desde el que Donald Trump se dirige al mundo desde el primer día de mandato para difundir su discurso del odio, se ha prohibido cualquier empleo de la plataforma que sirva para desear la muerte del heroico presidente. Las redes sociales, recordemos, son otro invento nacido en ese país cuya mitad de la población cree en la existencia de los ángeles, no en la ciudad, sino en aquellos regordetes que pintaba Murillo (cuánto hemos de agradecer a Vicente Verdú y a su “Planeta americano”). A veces me pregunto cómo habría sido Occidente si los tiempos de la Inquisición, de los zares, de Hitler o de Stalin, hubieran convivido con las redes sociales. Las diez aficiones domésticas más depravadas del Führer. La cuarta te sorprenderá. Efectivamente, no es de recibo desear la muerte ni de Trump ni de nadie, pero en estos días me ha dado por pensar qué habría pasado si a Hitler o a Stalin les hubiera agarrado el bicho durante el primer tercio del siglo XX. Soñar no cuesta nada. Ni Twitter lo prohíbe. De momento.