Muy adictivo ha de ser el poder, para que sobren candidatos a someterse a los insultos que sufre un presidente del Gobierno. Ese país recio llamado a veces España ha sido especialmente cruel con sus primeros ministros, aunque el recuento se limite a la transición. Que el apaleamiento se limitaba a la permanencia en el cargo queda acreditado en el ejemplo de Adolfo Suárez, canonizado en cuanto se aclaró que no volvería por La Moncloa. Y que el linchamiento se adquiere con el cargo se evidencia asimismo en Felipe González, el yerno ideal hasta que se le aplicó la tortura presidencial tras unos años en salazón.

En medio de esta cultura del ensañamiento con el presidente del Gobierno de turno, emerge una figura que por razones nunca aclaradas gozó de la benevolencia de la derecha y de la izquierda oficiales. Responde por Mariano Rajoy, y la ausencia de virtudes sobresalientes sirvió de estímulo para que los creativos publicitarios conservadores o socialistas se estrujaran el cerebro hasta inventarle méritos sobresalientes. El manejo de los tiempos, la habilidad de dejar que las situaciones se pudran, la anteposición del PP a cualquier otra consideración.

En 1.900 folios, el Supremo dice por segunda vez que todo era mentira. Por muchos matices que se le introduzcan a la recondena de Gürtel, se está dictaminando que ningún gobernante democrático debió permanecer en el cargo ni un día más tras la revelación del "Luis, sé fuerte".

La fabulación de un Rajoy mítico llegó al extremo de que se discutía si figuraba en las listas de sobresueldos del PP. Se debatía si M. Rajoy era Mariano o Manolo, un nombre mucho más frecuente. Los maquilladores del último presidente del Gobierno del PP silban o callan, pero cuesta no señalar hoy que Rajoy también es Bárcenas, su tesorero, su senador por Cantabria, el dirigente que ocupaba el despacho inmediatamente inferior.