La polarización bien entendida empieza por uno mismo. La actualidad política española no se caracteriza por la dificultad de poner de acuerdo a los distantes, sino por la imposibilidad de conciliar a quienes comparten ideario. La radicalización interna es centrífuga, según se demuestra en el término cada vez más correcto de las ultraderechas. La muy limitada asistencia a la segunda convocatoria de Colón sorprende menos que los abucheos registrados aquel domingo contra Casado y Arrimadas, aunque el espontáneo que pronosticaba a gritos cero diputados a Ciudadanos iba menos desencaminado que la mayoría de analistas políticos.

La estruendosa salida de prisión de los políticos catalanes que nunca debieron entrar en ella ha pecado de mala educación, responden con eructos a un presidente del Gobierno que se juega la continuidad en una liberación al límite de la ley. Sin embargo, si quienes odian a los catalanes en general y a los nacionalistas en concreto leyeran los libros del enemigo, se darían cuenta de que la ruptura total entre la Esquerra de Junqueras y el Junts de Puigdemont supera con creces al desprecio que puedan sentir hacia su vinculación estatal. Los independentistas están más separados entre sí que del resto de España. La cárcel ha sido el único factor capaz de hermanarles, frente a quienes en su opinión tuvieron la cobardía de huir al extranjero. Los indultos han sido más fáciles de cocinar que el actual gobierno de la Generalitat, porque ERC negocia altiva con Sánchez pero, si se encierra a Junqueras y Puigdemont en una celda, solo uno saldría vivo.

En aras de la ecuanimidad, las querellas entre PSOE y Podemos cicatrizadas tras la extinción de los segundos completan el mapa de los conflictos vecinales. Liberado de su enemigo íntimo, Sánchez puede aspirar al papel de intermediario estatal de referencia. Es incluso posible que las derechas le invoquen un día para que apadrine un proceso de paz entre Vox, PP y Ciudadanos. O lo que quede de ellos.